Turismo Valencia prepara una nueva campaña para atraer más visitantes. Nada que objetar, aunque la mejor promoción es la natural. Los próximos días son la prueba del algodón, pues con la excusa del arte fallero también se evalua la solvencia hostelera y la siempre sobresaliente capacidad de acogida. Como nadie pone en duda que uno de los principales motores económicos de una ciudad de servicios, como la nuestra, es el turismo, hay que abrir todavía más el círculo. Con sol y playa garantizados todo el año, ahora toca conquistar a los urbanitas. Los que llegan en avión desde Europa y en tren del resto de España. Esos visitantes que buscan buen clima por la mañana, gastronomía autóctona al mediodía y diversión nocturna. Y ahí voy.
La luna de Valencia se apagó. Un fraudulento progresismo ha conseguido cargarse la alegre noche que siempre exhibió. Sin ir más lejos, este martes prefallero, a las doce y cuarto de la noche, el Carme parecía la Bucarest de los setenta. Solo permanecía de guardia un histórico garito, pero con más gente fuera que dentro, aunque la terraza estaba recogida, como manda la autoridad y se encarga de recordar la policia municipal, todos los días, tal cual cenicientas, a la hora decretada. He visto a jóvenes y mayores de todo el continente desalojados de las terrazas con la consumición a medio terminar, ante su más absoluto desconcierto. Vienen a disfrutar de nuestras largas y cálidas (según su epidermis) noches de invierno, y los maltratamos. Una de las publicidades más negativas.
Los de mi quinta nunca hicimos botellón. La oferta era tan variada, y accesible a todos los bolsillos, que lo más habitual era quedar directamente en un local. Así y hasta altas horas de la madrugada aprendimos a vivir, y algunos a escribir. Los jóvenes de hoy, como nosotros entonces, buscan la libertad de la luz de la luna para juntar sus ilusiones. Han buscado sus propios espacios porque les hemos echado del escenario pactado. Igual que a los turistas. Sin noche, tampoco hay día.
