Antes del viaje del gobierno valenciano a las islas griegas de Leros y Lesbos escribí un artículo sobre la crisis humanitaria de las personas refugiadas. El texto describía imágenes que a diario vemos en los medios de comunicación, las sensaciones que nos evocan, los paralelismos que recuerdan a las fotos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Nunca lo envié. Después de nuestra estancia en Grecia el relato ya no puede basarse en un conjunto de deducciones o en una recopilación de sensaciones fruto de imágenes prestadas. Hoy tenemos certezas y emociones que se derivan de una experiencia vital.

Al llegar a Leros la primera frase con la que nos recibieron fue: «Tenéis que verlo con vuestros propios ojos». Y vaya que lo vimos. Y escuchamos. Y sentimos. Leros, una isla de 8.000 habitantes, el año pasado llegaron más de 50.000 persona refugiadas. Es importante este dato porque equivale a que a la Comunitat Valenciana proporcionalmente hubieran llegado 30 millones de personas refugiadas durante 2015. ¡Imagínese!

Nos enseñaron los campos de personas refugiadas, los albergues que habían acondicionado, la implicación de las ONG y personas voluntarias. Nos ofrecieron poder ir sin acompañantes para preguntar, para sentirnos libres de ver y escuchar. Vimos la casa de acogida para mujeres que en el trayecto han sufrido violaciones. Desheredadas del mundo. Dolor en estado puro. Y sin embargo han logrado un espacio de silencio y paz.

En los móviles de quienes nos recibieron, los gobernantes del Egeo Sur, hay fotos de la última cena con amigos, sino de personas muertas, ahogadas en el camino. Son instantáneas que deben enseñar a los familiares supervivientes para que identifiquen los cuerpos. Imágenes de hijos muertos que muestran a padres que no las reconocen porque su alma se niega a aceptar que han perdido lo que más querían cruzando el Mediterráneo. Nos las enseñan entre lágrimas y apartamos la vista porque son insoportables.

Más conocida es Lesbos, la isla a tiro de piedra de la costa turca. Allí llegan barcas abarrotadas, cáscaras de nuez que los traficantes sin escrúpulos tiran al mar a diario a cambio de mucho dinero. De hecho, algunas personas cuando ven las condiciones de la embarcación quieren volver atrás pero las suben a punta de pistola. Esto sucede en Turquía y la Unión Europea, haciendo la vista gorda, soborna al gobierno turco a cambio de silencio y a costa de los derechos humanos.

En estas precarias embarcaciones, sobrecargadas y con motores que se rompen a mitad de travesía, suben personas que soportan horas a la deriva con miedo y con la esperanza de que no zozobre y se hunda, poblando de cadáveres un mar que debería ser puente entre culturas. Los chalecos, supuestamente salvavidas, que también compraron a las mafias a precio de oro, son una trampa mortal porque no flotan. El tejido se empapa y las arrastra al fondo del mar. Muchos habitantes de las islas ya no comen pescado. «El mar está lleno de muertos», nos dicen.

En estas islas también hemos encontrado solidaridad, esperanza y compromiso, encarnado en sus habitantes y personas voluntarias. Les escuchamos, tratamos de responder a sus preguntas angustiadas por la falta de respuesta de la UE. Lo más sobrecogedor, sin embargo, resultó oírles decir que, a pesar de los naufragios y las muertes, lo más duro para ellos es ver la cara de ilusión y felicidad con que las personas refugiadas suben al ferry que las lleva a tierra firme desde las islas. Creen que han superado lo peor. Han sobrevivido a las bombas, al camino desde Alepo a la costa turca, han sobrevivido a las mafias y a la travesía en el mar. Han llegado a Europa convencidas de que lo peor pasó. «No nos da el corazón para decirles que la pesadilla continúa, ni para contarles lo que les espera», relatan los voluntarios.

Y vaya que en ese momento, ellos y nosotros, sólo podíamos imaginar lo que les esperaba, porque durante nuestra estancia allí la noticia que sacudió Grecia fue el cierre de las fronteras balcánicas. La consecuencia no se hizo esperar: Idomeni. De hecho, probablemente refugiados con los que coincidimos en Lesbos, ahora estén atrapados allí, en el lodazal infame y putrefacto que hemos provocado en plena Europa.

Puede que algún día los hombres poderosos que toman las decisiones en la Unión Europea se pregunten dónde quedaron los valores fundacionales de Europa. Puede incluso que alguno se pregunte por qué invirtió más tiempo en debatir si el Tratado de la Unión debía contener la referencia a las raíces cristianas de Europa, que a cumplir con su mandato fraternal. Puede. Si esto ocurre, que busquen. Que busquen los valores fundacionales de Europa donde los enterraron: en el fango de Idomeni. Allí también encontrarán las páginas que extraviaron del Evangelio.