Tumbado en la cama enciendo una tele que se encuentra a más de 13.000 kilómetros de mi casa. En la cómoda pero fría habitación de un hotel, mis pies descansan pero mi vista y mente no. Será por defecto profesional pero en cuanto puedo, navego rápidamente entre los canales del Reino de Tailandia para hacerme una idea de que es lo que llega a los hogares de 67 millones de personas. La primera sensación es la de estar como en casa, la televisión global hace que en la distancia física y cultural, me encuentre con un idéntico Ahora caigo con un Arturo Valls local, haciendo las mismas gracias, pero más bajito, moreno y con los ojos rasgados, también una especie de Puente Viejo pero contextualizado en el imaginario tailandés. Más de lo mismo hasta que me golpeo contra un plató con unos 20 hombres, en una especie de concurso en el que reina el humor básico€ Me llama la atención no ver ni a una mujer entre los presentes, hasta que de repente aparece una, y lo hace con el crucial papel de llevar un carrito con unas tartas que después se lanzarán a la cara los extraños personajes protagonistas. La azafata, vestida al más puro estilo Mama Chicho, camina con el culo en pompa, mientras uno de los presentes, se acerca descaradamente, le mira pero se contiene y no le toca, todo muy Esteso ante una sueca y entre las carcajadas del público mixto presente€
Agradezco escuchar la sintonía que anuncia el final del terrible programa, me pego una ducha y bajo a dar mi primera vuelta por el cosmopolita barrio de Sukhumvit de Bangkok. A cada paso, una mujer intenta llamar mi atención, es el conocido mercado del sexo donde lo que más me aterra, es encontrarme con la repetida imagen de un señor arrugado occidental en compañía de una chica demasiado joven. El sórdido turismo, el de la carne, me hace olvidar la televisión machista y pensar en la vida de esos hombres blancos y en sus casas occidentales, donde todo parece mucho más cercano a la igualdad, pero no€
