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Matías Vallés

Panamá, acabaremos pagando

El pasado domingo por la tarde se desveló una lista de VIPs con testaferros y sociedades fantasma panameñas. Mi primer impulso empírico consistió en medir el tiempo que tardaría en escuchar la frase «tener una sociedad en Panamá no es delito». Exactamente, 14 minutos y 36 segundos. El estribillo exculpatorio procede de los autores del gran éxito precedente, «tener una cuenta corriente en Suiza no es delito». La proliferación de la excusa suiza coincidió con el fenómeno Luis Bárcenas. Entre los tertulianos que asistían gozosos a la matización del paraíso fiscal helvético se encontraba un tal Francisco Granados, exultante ante la moderación de la histeria desatada entre el vulgo contra los solicitantes de asilo fiscal en los paraísos de guardia.

No importa qué hayan hecho Pilar de Borbón, Messi, Almodóvar o la esposa del comisario europeo Arias Cañete. La conclusión establece de antemano que su comportamiento es menos grave que si un contribuyente anodino recurriera a idénticos procedimientos. Se establece así una conexión inmediata con la abogada del Estado que en el juicio a otra Infanta, Cristina de Borbón, se desgañitó para demostrar que «Hacienda no somos todos». Y quién se atrevería a desmentirle. De este modo, el aireamiento de un escándalo sin precedentes sirve para consolidar los vicios que pretende denunciar. Los evasores fiscales saldrán reforzados de Panamá, al igual que generaron anticuerpos inmunizadores con la publicación de la lista Falciani. Esta conclusión cínica no devalúa el trabajo de los periodistas consagrados a las revelaciones. Al contrario, ayuda a determinar las dimensiones en apariencia invencibles del fraude fiscal a gran escala.

La pasividad de un Estado ante el fraude fiscal a gran escala sería tan paradójica como si un premio Nobel de la Paz pronunciara un discurso belicista. Claro que Obama recibió su prematuro galardón en Oslo, el 10 de diciembre de 2009, enarbolando «la guerra justa» y subrayando que «el uso de la fuerza puede ser no solo necesario, sino moralmente justificable». Esta inversión de valores se trasladará a la justificación tributaria de los enredos de Panamá, donde también acabaremos pagando. Ya sucedió con la amnistía fiscal diseñada por Rajoy para Bárcenas, Rato y otros familiares del Rey. «Hacemos lo que podemos», literalmente. Se regularizaban fortunas de origen tal vez criminal al diez por ciento, cuota inferior a la abonada por un perceptor de rentas mínimas. Se acabará extendiendo la sombra de la sospecha sobre quienes no dispongan de sociedades panameñas, parásitos que ni siquiera han accedido a los fondos suficientes por la ausencia de espíritu emprendedor.

Islandia es la excepción que justifica la falta de reglas, castiga a su primer ministro desvergonzado como a sus bancos también carentes de escrúpulos. En España, Rajoy sigue impertérrito tras la documentación por vía judicial de sus cobros en negro, y ninguna entidad bancaria ha sufrido el mínimo quebranto. Según los inspectores del Banco de España que la propia entidad pugna por desacreditar, cada familia española ha pagado más de cuatro mil euros solo a Cajamadrid. Buena parte de estos contribuyentes no podrían permitirse un dispendio similar sin apreturas. La certeza de que Panamá acabará con menos penas que Falciani no implica un canto a la ilegalidad, ni mucho menos a la delincuencia. El jaleo ante el enésimo descubrimiento de que los evasores de costumbre se refugian en los paraísos caribeños también acostumbrados, queda ensordecido por la maraña absolutamente legal tejida para proteger a los defraudadores.

El portavoz del bufete panameño Mossack Fonseca se refugió sabiamente en que «nos dedicamos únicamente a la parte legal». Es decir, que existe una parte ilegal, de la que serían responsables los huidos al fisco español. Si alguien afirma que todas las sociedades panameñas tenían como objetivo la ilegalidad que apartan de sí los astutos abogados, se equivocaría en un uno por cien. Quienes tardaron 14 minutos y 36 segundos en proclamar que «tener una sociedad en Panamá no es un delito», yerran en un 99 por cien. Bajo estas condiciones, mantener la presunción de inocencia de los implicados es una osadía. Supondría negar que en la cárcel se encierra a los delincuentes, desde el momento en que al menos uno de los reclusos no merece la privación de libertad. Al margen de la culpa que acabarán cargando sobre los restantes contribuyentes, ninguno de los inversores en Panamá provoca un asombro especial. De ahí la incredulidad ante la ingenuidad de la Agencia Tributaria, que este año ya ha declarado en juicio la inmunidad de otra Infanta Real.

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