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Los reyes del penal

El último motín serio en las cárceles españolas se produjo en agosto de 1991, en el Puerto 1. Fue de una violencia brutal, lo que se dice una orgía de sangre, y al "baranda" de la trena -el recluso que manejaba el cotarro- le llegaron a cortar la cabeza después de coserle a puñaladas en lo que, según se dijo, fue un ajuste de cuentas entre presos, y -ahí está la clave del asunto- un aviso a las autoridades para que levantasen la mano con la entrada de droga en la cárcel. El episodio ilustra hasta qué punto la vida en una prisión puede convertirse en una pesadilla sangrienta si falta ese combustible del lado salvaje que es la droga.

Los funcionarios de prisiones lo saben, les va en ello su integridad física, la seguridad de regresar a casa sanos y salvos y la natural aspiración de desarrollar su trabajo sin más sobresaltos que los necesarios. Se hace necesario por tanto un equilibrio entre la obligada coerción que supone para un delincuente estar privado de libertad, con la obligación de cumplir el inevitable castigo por sus fechorías, y una cierta manga ancha que favorezca una convivencia lo más exenta de violencia posible.

Algo de esta pax in carcerem buscan algunos modelos que se están introduciendo en las cárceles españolas, como los llamados módulos de respeto, en el que los reclusos pasan a tener un papel clave en el mantenimiento de la tranquilidad entre rejas, aunque sin la obligación de seguir un programa de deshabituación tan estricto como el que exigen, por ejemplo, las unidades terapéuticas y educativas. Se va a un sistema cuasi autogestionario, que viene muy bien en estos tiempos de recortes, con las cárceles abarrotadas y las plantillas de funcionarios muy mermadas, pero que sin duda abre unas perspectivas desoladoras desde el punto de vista de la rehabilitación, ante el palmario reconocimiento de que la droga es una realidad inseparable del fenómeno carcelario.

Hoy en día, la droga corre por la cárcel sin muchas cortapisas, igual que en la calle, y convierte a los centros penitenciarios en una extensión de ese submundo que ha terminado privando de libertad a cuatro de cada cinco reclusos. Con las mismas relaciones de poder que en el exterior. En esos espacios exentos, por así decirlo, de autoridad, los (ciertamente pocos) grandes narcos y jefes de organizaciones criminales que han terminado entre rejas encuentran un ambiente natural en el que seguir ejerciendo su abyecta jurisdicción. A cuerpo de rey, perfectamente comunicados con el exterior, incluso con celdas reformadas a su gusto. Y para mayor escarnio, bajo la protección de las fuerzas de seguridad del Estado.

El ejemplo de las cárceles hispanoamericanas o asiáticas -saturadas, dominadas por las mafias, enfangadas en una violencia y una injusticia insufribles- deberían servir de ejemplo para frenar una deriva preocupante, que pone en solfa valores esenciales, recogidos en la Constitución, como la reinserción.

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