Recientemente asistí a una charla sobre fecundación in vitro. En el transcurso del diálogo posterior, salieron a relucir aspectos significativos acerca de la carencia de raíces; de los bebés que nacen ya huérfanos de padre por decisión libre, no por un acaecimiento sobrevenido; y de lo que supone la ausencia del modelo masculino, de cómo afecta a los niños y niñas.

Al día siguiente, leí en Levante-EMV el artículo de José Luis Villacañas sobre American crime, una serie norteamericana que me es desconocida. En él, hacía un lúcido diagnóstico de la situación actual y de lo que viene. En todos los personajes, afirmaba, late la corrupción „no hay trigo limpio, nadie se salva„ y en el rostro de los protagonistas está marcada la desdicha, el desconsuelo y la venganza. Llevan en la frente la sentencia de una condena ab aeterno; como Prometeo, encadenado a vivir eternamente: por el día su hígado „sus entrañas, donde reside el espíritu„ es devorado por las águilas; y por la noche, la víscera se regenera, porque es inmortal. Villacañas realiza un análisis fino, afilado y nos interpela con una pregunta capital: ¿dónde encontraremos una pena que nos purifique lo suficiente como para librarnos de ulteriores culpas? La cuestión queda abierta, no resuelta.

La liberación de la culpa y de la condena subsiguiente no puede residir en mí, ni en la sociedad. No es posible, como atestigua a diario la propia conciencia (que no puede negar que lo que fue, no haya sucedido); y la historia, con un revisionismo continuo, como en la novela 1984 de Orwell. Y tomando el hilo del comienzo, es necesario regresar a nuestras raíces. Unas raíces que están en el cristianismo predicado por la Iglesia Católica. Hemos abjurado y vilipendiado lo único que puede constituir nuestro consuelo y devolvernos la hermosura de un rostro apesadumbrado. Hemos querido liberarnos, por nuestras pistolas, de toda culpa, autorredimirnos. Y nos hemos encontrado en un callejón sin salida: con la culpa y la pena corroyéndonos las entrañas.

Una pena y una culpa insuperables, que nos aherrojan de por vida a un sufrimiento insufrible. Hemos jugado a ser Dios y hemos perdido la partida: hay que volver a la casilla de comienzo; y reconocer humildemente que nosotros mismos, porque quisimos, fuimos al abismo: matamos al padre. No nos queda más que regresar a ese Dios, que no es del todo omnipotente, y menos al pairo de nuestros caprichos, porque es amante; y su amor le ha hecho vulnerable. En su naturaleza divina es inmutable, no puede decaer; pero se ha hecho hombre, y entonces su naturaleza humana ha decaído. No vale cualquier dios, porque es necesario que sea como yo, que me entienda; y que tenga la omnipotencia de la misericordia para poder salvarme.