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Sin rodeos

Empieza a haber, afortunadamente, cronistas que no se corten al calificar de «mamarrachos» a las mal vestidas, por muy famosas que sean. Ya va siendo hora de llamar a las cosas por su nombre, sin admitir los disparates indumentarios como muestras de originalidad o arranques excéntricos. No. Lo feo es feo, sencillamente. Incluso ridículo. Del estilo al disparate hay un largo trecho, y si la confusión se produce, hay que señalarla como tal, y no aceptarla por temor a que se nos acuse de no estar al día o de que somos escrupulosas y ñoñas.

Pues no. Insisto: lo feo es feo, hágalo quien lo haga. Y cuando en un traje de noche abruman los aliños, brillos y oropeles, o cuando salta a la vista (nunca mejor dicho) tanta superficie corporal, evidenciando el trabajo que se ha tomado el autor/a para hacer cortes por arriba y por abajo, de manera que el tejido apenas semioculte lo imprescindible, no hay que asumirlo como si fuera el colmo de la creatividad. No. Es el colmo de la insensatez y del mal gusto. Esas poses forzadas que adoptan algunas famosuelas de tres al cuarto para que resplandezcan sus santidades carnes (y a veces sus nada fotogénicos huesos) son, simplemente, un pecado de estética.

No se trata de vestir hábitos monjiles, por supuesto. Los grandes, los verdaderos grandes modistos han sabido muy bien hasta dónde y de qué manera podían llegar. Descubrir hombros, profundizar escotes, ha estado siempre a su alcance. Y las transparencias son encantadoras, si están en manos de un maestro, por ejemplo Yves Saint Laurent, que las utilizaba hace muchísimos años. Lo peor son los excesos de quienes no alcanzan, ni de lejos, la genialidad.

Y si se quiere justificar todo, achacándolo a que «está de moda», «es lo que se lleva», sería bueno recordar la célebre frase de Karl Lagerfeld: «Las tendencias son la antesala de la horterada»

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