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Ciudadanos valencianos

Durante más de 30 años Paco Burguera escribió siempre el mismo amargo artículo. El que fuera jefe de prensa de CiU, alma de unos cuantos partidos nacionalistas valencianos consideraba el blaverismo fruto de una conspiración, la de su propia formación entonces, la UCD. Emilio Attard, Broseta Pont y Abril Martorell, con la inestimable ayuda de la prensa controlada por José Ombuena y María Consuelo Reyna -a la que se unió Barberá Armelles- habrían construido un falso movimiento, un trampantojo populista, para liquidar el fusterianismo y, de paso, a la izquierda.

Como suele ocurrir, la realidad es mucho más compleja y aunque la construcción de los imaginarios sociales a veces se produce con una extraña rapidez, no suele ser así y ese tipo de fenómenos se van conformando poco a poco. La animadversión valenciana a la catalanidad no era, como pensaba Burguera, flor de un día ni un invento de laboratorio de nuestra conflictiva transición. Llovía sobre mojado entre dos territorios que aún compartiendo muchas cosas nunca fueron lo mismo, ni parecido. Y puesto que en su brote contemporáneo, el nacionalismo valenciano no fue valencianista sino pancatalanista -en el sentido más legítimo y no peyorativo del término-, se sentaron las bases para la reacción contraria, la llama blavera.

Harina de otro costal fue que, dado el impetuoso avance de la izquierda valenciana, estéticamente nacionalista en los tiempos florecientes del PSPV e incluso del PCPV, ucedistas y periodistas supieran agitar y amplificar aquel fuego anticatalanista hasta el paroxismo.

Aquello sucedió hace cuatro décadas y, obviamente, los tiempos han cambiado, que diría Bob Dylan, aunque algunos parece que no se han enterado. Cierto es que durante el largo periodo de hegemonía del PP hubo sectores que echaban mano de la parafernalia blavera en cuanto se agotaban las ideas y que, en paralelo, la izquierda amortiguaba su veta nacionalista, pero en general desde la llamada «batalla de Valencia» de la maltratada transición, todo el mundo se fue moderando y conviviendo sin problemas severos: la introducción del valenciano en las escuelas, el apogeo de la televisión valenciana, la creación de la academia de la llengua? no causaron mayores desperfectos.

El cambio de ciclo político actual, como era previsible, ha despertado algunos de aquellos viejos fantasmas. Bajo el mando férreo de Mónica Oltra, sin embargo, los excesos nacionalistas de Compromís son rápidamente cauterizados, a lo que ayuda, obviamente, el inasumible independentismo que las bases de la terra catalana proclaman. Solo Quico Mira, en su soledad de último homenot, está por la labor.

Y puesto que ni siquiera en el seno del PP ha sido posible hacer renacer los vientos de la confrontación identitaria, los cerebros valencianos del nuevo partido Ciudadanos han creído ver una oportunidad de rentabilidad política en el asunto, apostando por retomar la estrategia del palleterismo popular. Gatillazo. Su concentración problavera en la plaza de Manises apenas congregó a tres centenares de personas en uno de los fiascos políticos más significantes de la llamada nueva política, a pesar de la presencia de la mediática Inés Arrimadas, quien debió volver a Barcelona preocupada por el nivel de sus correligionarios del sur.

Atrás quedaba la estrategia de Carolina Punset, quien combatía el nacionalismo desde una óptica cosmopolita y no populista, o los caminos culturales que transita Toni Cantó. Así las cosas, los Ciudadanos valencianos están mejor callados y esperan a que el verbo fácil de su líder Albert Rivera les saque las castañas del fuego. Su aportación a la política cotidiana más cercana es un arcano todavía por descifrar, como la crisis provocada por las camisas de leñador de uno de sus portavoces.

La anemia ideológica de Ciudadanos en Valencia es tanto más llamativa pues del espacio político que ocupa -el centro liberal, tan añorado por empresarios, profesionales y menestralía urbana-, se esperaba precisamente lo contrario: un discurso modulado e inteligente para, en esa línea, iluminar las zonas opacas del nacionalismo, y no solo del catalán sino también del madrileñista, que tantas veces se confunde con el todo español y tanto limita financieramente a su «querido» levante.

La construcción de ciudadanos -con minúscula- políglotas y multiculturales solo es posible desde argumentos modernizadores. El riverismo no niega la catalanidad, la limita para postular una política de integración de la diversidad cultural española. Es esa la vía que se confía a Ciudadanos: ni esteladas ni legionarios, sino un proyecto amable de todas las Españas y sin la delirante autodeterminación de los pueblos. En cambio, el blaverismo como remedio a la actual coyuntura política equivale poco menos que a volver a las tesis del negacionismo de Darwin en biología.

Lo tengo escrito, que la mejor defensa del valencianismo consistiría en asumir que buena parte de nuestra identidad procede de las huestes conquistadoras de origen catalán, incluyendo la lengua, pero que precisamente ese adn compartido nos ha hecho diferentes, al menos lo suficiente como para reclamar la absoluta soberanía de la sociedad valenciana respecto de la catalana. Lo expresó Robert Musil, el gran escritor de El hombre sin atributos: «la misma lengua nos separa a alemanes y austriacos».

De hecho, el factor valenciano, incomprensible para el común de los catalanes, estropea el relato uniforme y facilón del independentismo al norte del Ebro.

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