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El espectáculo no funciona

S i fuera estudiante de Ciencias Políticas, me cuidaría mucho de seguir lecciones de ciertos politólogos de Podemos. Y si fuera candidato electoral gastaría los ahorros en cualquier cosa menos en una encuesta de pago. Como disto años-luz de ambas hipótesis, prefiero aludir a un vicio cotidiano, que es leer, escuchar y ver todos los informativos de prensa, radio y televisión compatibles en tiempo con otras obligaciones. La hiperexposición de los líderes podemitas, tontamente imitada por los demás, ha descarado sus contradicciones, su tacticismo mendaz y el desmadre de la política-espectáculo que engendra escepticismo y hastío.

La profunda reflexión en que están sumidos los cerebros de Podemos para explicarse la pérdida de un millón de votos en tan solo seis meses no tiene otras claves que el craso error de sus dogmas teoréticos sobre la realidad española, el amateurismo de los sondeos propios o ajenos y el desgaste de su literatura, su voz y su imagen en el desenfrenado sprint presencial. Este decurso amaga declive hasta el nivel de los juguetes rotos si no cambian de estrategia, comenzando quizás por el reemplazo de Pablo Iglesias, el más buscado, el más exagerado y a la larga el más ingenuo creyente en los trucos ilusionistas que divierten a las audiencias pero no las convencen.

Porque está clara la necesidad de una izquierda moderna que equilibre los abusos neoliberales y se comporte como alternativa de gobierno más allá del núcleo militante. Que desprecie sin ambigüedades las democracias herederas del tronado comunismo. Que depure los mensajes verbales y gestuales vinculados a un triste pasado del mundo. Que verifique sin guiños equívocos la entente „no fagocitadora„ con un centroizquierda de inspiración europea, como es el español. Y que se olvide de las jaimitadas del más listo de la clase, que siembran recelo en el entorno sociológico más o menos afín.

Por ahora no es descartable un pacto de cambio y progreso en el gobierno del país. Pero el centroizquierda socialista no se lo cree ni jarto de vino. Y aún está por ver si, en el mapa del nuevo Congreso, resignan las confluencias su derecho a la autonomía grupal. Manuela Carmena no quiso aparecer en el cartel de la sonrisa, en el que sí iba Ada Colau. Es un síntoma.

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