Ciento nueve premios nobeles han firmado una dura carta contra la organización transnacional Greenpeace. La causa es la resiliencia a los cultivos transgénicos; especialmente, y en el caso concreto que se denuncia, al arroz dorado: un tipo de cereal que contiene betacaroteno, precursor de la vitamina A, y cuyo consumo evita, entre otros, un grave problema de ceguera sobrevenida; especialmente en países subdesarrollados en los que la alimentación básica la constituye el arroz. Los ecologistas sugieren que lo mejor es una dieta equilibrada; pero, como dice el refrán castellano, lo mejor es enemigo (a veces) de lo bueno. No podemos esperar, mientras que miles de niños quedan ciegos de por vida. Es evidente que, en este caso, y ante un peligro serio, es preferible una opción buena antes que una que sea óptima si, especialmente ésta, de hecho, no se da: los pobres no pueden esperar. Se trata de una intervención urgente, que afecta de forma importante a miles de personas.

Esta cuestión, no obstante, plantea, de cara a otros asuntos (por ejemplo, la firma del tratado de libre comercio entre EE UU y la Unión Europea: el llamado TTIP) algunas cuestiones importantes en el desarrollo y sostenibilidad agropecuarias. No es momento, ni lugar, de tratar a fondo estas cuestiones de por sí difíciles y complejas. Añado de paso que los transgénicos son una opción, siempre y cuando se cumpla con estrictos criterios de control basados en el principio de cautela y de conservación de la riqueza de la biodiversidad. La rentabilidad no es siempre el mejor criterio: hay que considerar otros factores, quizá incluso más importantes, locales o universales, circunstanciales o permanentes.

Lo que en mi opinión vienen a objetar los firmantes del manifiesto, en general al movimiento conservacionista, es una tesis incorrecta del ecologismo: que las cosas no hay que tocarlas. La naturaleza, de por sí, es toda buena; y somos los seres humanos, con nuestra avaricia, los que trastocamos todo. Blanco: naturaleza; negro: el hombre que siempre actúa como un depredador y esquilmador. Este aserto se caracteriza por un estilo infantiloide, urbanita, acostumbrado a estampas idílico-bucólicas de animales que hablan y sienten como humanos (las pelis de dibujos, de animación, documentales, etcétera). Y la naturaleza no es así: hoy nos enteramos de que un turista despistado que se acerca a un caimán, es engullido por el animal; o que un niño vegano de dos años es internado en la UCI por desnutrición severa; o que un tigre ha matado a su cuidadora...

Como sugiere Leonardo Polo, no basta con remover el mal (cosa loable), sino que se trata de promover el bien. Y los ecologistas lo hacen bien en el primer caso; y mal, en el segundo: porque el hombre está llamado a intervenir en la Naturaleza, para mejorarla, para incrementar el bien, la belleza, la bondad de la misma; sin el ser humano que la contempla y mejora, la naturaleza no tiene sentido. Nuestros montes, cuando son cuidados, no se destruyen con la fuerza y violencia que vemos en estas épocas del año, precisamente porque están descuidados.