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Leer sobre viajes

De entre las refinadas formas de tortura que uno se aplica habitualmente está la lectura de crónicas de viaje, suplementos sobre destinos turísticos, guías de lugares remotos o cercanos, páginas y páginas sobre las bondades de tal país o los tesoros de tal ciudad. Son escapadas mentales, o sea, en forma literaria que al menos mientras son enguilladas nos hacen viajar mentalmente y olvidarnos de la quietud a la que estamos sometidos por mor de las obligaciones, la falta de dinero y también, por qué no decirlo, cierta pereza que nos va ensanchando el culo y empequeñeciendo las entendederas para comprender el mundo de hoy y su diversidad.

Los fines de semana son especialmente aciagos para esto que decimos. En efecto: abres un periódico y te topas con un nota que ha estado en Guayaquil o Cartagena de Indias y va y te lo cuenta. Otro regresa de Kamchatka y el de más allá trae noticias acerca de Bombay o de dónde se come el mejor perrito caliente de Nueva York. Por cierto, que si sumáramos los establecimientosde los que se ha dicho que se comen los mejores perritos calientes de esa ciudad nos saldrían cientos o miles. No hay salchichas en el mundo para satisfacer tanta demanda, piensa uno. Tal vez tampoco ketchup y mostaza. Una vez leí una crónica sobre el mejor sitio para comer pizza en Roma y resultó que estaba en Florencia. Debe ser que algunos cronistas de viaje se meten en un tour de esos que te llevan de un lado para otro constantemente y si hoy es jueves esto es Venecia y entonces se lían y transpapelan las notas que han tomado y son capaces de escribir sobre las góndolas en Edimburgo, la gran muralla rusa o los fiordos de Valladolid. Una vez estuve en Kotor, Montenegro. El guía me dijo que íbamos a ver fiordos y yo creí que se había fumado algo, teniendo como tiene uno leído en todos los sitios que los fiordos están en Escandinavia, principalmente en Noruega. Pero no. Había fiordos. De una belleza sobrecogedora, por cierto, con una luz de atardecer que se desparramaba por ellos cayendo a plomo en el agua dándole una luminosidad embobante o embobadora, no apta sin embargo para bobos que prefierieronn irse a las tiendas y no darse al paisaje. Ahí empecé a desconfiar de los suplementos de viaje. O mejor dicho, a tomarlos como literatura. Dicho sea como elogio... de la imaginación. También empecé a ser mirado con desconfianza por los comerciantes del lugar. Fui al único al que no colocaron una camiseta recuerdo del sitio. Con todo, uno persistirá en la lectura de esas benditas publicaciones sobre viajes, pasando con emoción las páginas, deteniéndose en las fotografías y en la descripción de las costumbres locales, siendo también saludable verificar que entre ellas no esté descuartizar a los turistas o darles saltamontes fritos para comer. Hay que viajar y abrirse al mundo y leer sobre confines. Es falso que no haya tiempo para ello. De hecho, no sé cómo entretiene la gente los largos tiempos de espera en los aeropuertos por culpa de los retrasos.

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