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Matías Vallés

Cuarenta años después de Suárez

Con el 18 de julio a cuestas, cuarenta años es la unidad cronológica de la infamia. Sin embargo, también se cumplen obviamente cuatro décadas desde julio de 1976, cuando un rey maniobró hábilmente para que Adolfo Suárez fuera presidente del Gobierno. Su hijo no ha interferido en la designación presidencial en curso, por respeto o por impericia.

Cuarenta años después de Suárez, la sesión inaugural del Congreso no autoriza a garantizar una mejoría de la situación política, más allá de la escrupulosa continuidad del ritual. La colocación de la gemela de Mariano Rajoy al frente de la Cámara baja no solo demuestra la inoportunidad del título Volver a empezar. Parece más correcto Volver a acabar. Dado que el presidente del Gobierno pretendía ceder el timón del Parlamento a Cospedal de Bárcenas o al maquinador Jorge Fernández Díaz, no queda muy claro si ha entendido que los tiempos han cambiado. O si pretendía demostrar su tesis de que siempre se puede empeorar.

La proclamación de Ana Pastor con la abstención de los convergentes demuestra que el PP está dispuesto a negociar con independentistas, a cambio de seguir en el poder. Los populares pueden considerar incluso un referéndum en Cataluña, a falta de saber si el soberanista Homs hubiera votado con el mismo brío al Fernández Díaz que fabulaba escándalos contra CiU. Cabe recordar que Pedro Sánchez no es presidente del Gobierno porque se prohibió, o le prohibieron, conversaciones con los catalanistas. El secretario general socialista saliente se erige así en la figura más ridícula de los cuarenta años sin Suárez, por encima incluso del olvidado Hernández Mancha. La derecha pacta con el diablo, la izquierda se ahoga en un océano de pureza.

La cúpula del Congreso habrá causado un estupor suplementario en buena parte de los votantes de Ciudadanos. Se armaron de valor para desertar del PP de toda la vida, y se despiertan apoyando que el presidente del Gobierno sea Rajoy y que la presidenta del Congreso sea la persona más próxima a él. De este modo, Albert Rivera bate todas las marcas de incumplimiento simultáneo de promesas electorales. Si Sánchez atesorara un átomo de inteligencia, advertiría en qué manos ha acabado el socio que privilegió durante la pasada legislatura.

Cuando se recuerda que el PP no goza de la mayoría del 11S, no se pretende trasladar la limitación consiguiente a los populares, sino a una izquierda remolona al ejercicio del poder. Entre las propuestas esotéricas de Podemos con Domènech y las dificultades de Sánchez para sumar números de dos cifras, a nadie puede extrañarle que Rajoy lleve ya más tiempo en La Moncloa que Suárez, aunque le quede lejana la marca de los cuarenta años.

Una lectura del mapa del 26J señala que los fracasos de la izquierda minan la confianza de sus votantes. Los progresistas acentuaron ayer su retroceso. Acostumbrado a que sus dirigentes confiesen los delitos más variopintos, el PP admite que se equivocó durante cuatro años, y que por eso le han brindado una segunda oportunidad. Es posible que los dosieres privados hayan pesado más que las informaciones públicas. Sin embargo, el elector comprueba que, vote lo que vote, sale Rajoy. Y mientras Rita Barberá besa impávida a sus compañeros del Senado, se plantea un último enigma. Si por fin llega la derecha civilizada, ¿cómo había que llamar a la anterior?

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