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Coleccionistas de arte

Seguimos sin Gobierno mientras aflora lo peor de la actual clase política. Negocian lo justo mientras buscan la complicidad de los periodistas para ganar la partida del desprestigio del rival. Sobre Madrid cae una calina soporífera, así que lo mejor es buscar el aire acondicionado, y nada mejor que hacerlo en alguno de los extraordinarios museos que jalonan la capital. Uno de ellos, el espectacular CaixaForum que se abre en un recodo del Paseo del Prado junto a una medianera tratada como un jardín vertical, un antiguo edificio industrial convertido en una obra maestra por los arquitectos suizos Herzog y De Meuron.

En ese CaixaForum, desde hace una semana se puede ver una maravillosa exposición que la pasada primavera se mostró en Barcelona. Varios días después, todavía la regodeo en mi memoria y medito sobre sus consecuencias. No me gustó en exceso el montaje, pero la calidad de las obras expuestas le dejan a uno con la boca abierta. Se trata de una muestra dedicada a la colección del norteamericano Duncan Phillips (1886-1966), nieto de un importante banquero e industrial del acero; Duncan estudió en Yale para dedicarse finalmente a la crítica y el coleccionismo. Veinte años antes de terminar el siglo XIX se instaló en París, donde quedó cautivado por la pintura y consiguió de su padre una asignación anual de 10.000 dólares gastaderos en arte para empezar su particular colección.

Phillips apostó por la pintura y por los artistas que a partir de aquel momento retorcieron el arte tanto en sus formas expresivas como en el objeto de su estética. Pionero y apasionado, supo ver el compás de los tiempos artísticos, el ritmo de los cambios en un momento donde esos conceptos eran temidos y desconsiderados. Su colección se empezó a conocer públicamente en Washington a partir de 1921, ocho años antes de que bajo el impulso de Rockefeller se inaugurara el MoMA en Nueva York.

Bajo el título Impresionistas y modernos, se han seleccionado unas 60 obras maestras de la Phillips Collection, casi todas de formato medio, a mi juicio el más sentido y pulcro para la práctica pictórica, pues las miniaturas se ven obligadas a un ejercicio de tecnicismo excesivo y en las de gran tamaño prima la calidad compositiva sobre el resto de valores de la pieza. Les citaría prácticamente la totalidad de las pinturas exhibidas porque se trata de una sucesión de maravillas, del calibre de las que se pueden contemplar en los mejores museos del planeta.

Arranca con La pequeña bañista, de Ingres, un sutil desnudo femenino, y sigue con un soberbio autorretrato de Cézanne, bailarinas ensayando de Degas, un retrato frontal de Modigliani, y sigue con paisajes de Van Gogh, con Gauguin, Bonnard, varios Raoul Dufy maravillosos, un delicado Manet y tras un finísimo azul de Picasso vamos viendo la evolución técnica hacia la modernidad, de los brochazos irregulares pero llenos de color y espacios abiertos hacia pinturas más geométricas, medidas, que anuncian los materiales plásticos frente a los pigmentos orgánicos€ Otros Picasso, un soberbio interior de Matisse, la expresividad de Kandinsky, Braque, Juan Gris€ Un Morandi que quita el hipo€ trazando un recorrido que culmina en el último período, tras la II Guerra Mundial, con Pollock y Rothko, a quien dedicó una sala de su colección no mucho antes de morir este Duncan Phillips, visionario y atrevido.

La exposición deja su impronta sobre los ojos y nos abre a la sensibilidad y necesidad de la existencia de grandes coleccionistas de arte que sean capaces de adelantarse a su tiempo y dejar su impronta, siempre bajo alguna premisa que vaya articulando los gustos y las adquisiciones. Una figura demasiado ausente en nuestro país, la del coleccionista, aunque se haya ido reparando en los últimos tiempos. En Valencia, por ejemplo, hemos disfrutado el trabajo de Jesús Martínez Guerricabeitia, cuyo legado de arte comprometido políticamente custodia ahora la Universitat de València, y estamos en ciernes de conocer la colección del industrial José Luis Soler, que asesora Vicent Todolí, como hace con el empresario de las telecomunicaciones Vicent Quilis, dispuesto a trasladar su particular museo ahora custodiado en Madrid hacia el Mont Sant de Xàtiva. Para más adelante se anuncia también la apertura de una instalación de alto nivel para mostrar la colección que está creando Hortensia Herrero, la gran aliada afectiva y empresarial de Juan Roig.

La exposición citada también podría verse en Valencia si nuestra ciudad contara con una instalación adhoc por parte de la Fundación la Caixa, cuyos dirigentes, tras la adquisición del Banco de Valencia, se sienten obligados a mejorar sus infraestructuras culturales en nuestra ciudad por más que, en tiempos, gestionaron un pequeño espacio expositivo en la calle Correos que dirigió Pablo Ramírez. El Ayuntamiento habla de ceder el Ágora de Calatrava a La Caixa, y la Fundación Bancaixa de ceder su edificio de Tetuán. Hace unos días, los gestores de la Marina Real ponían encima de la mesa el inconcluso edificio de los Docks, de Demetrio Ribes, tras el cierre de la discoteca de Las Ánimas. La llegada de un CaixaForum se hace de rogar todavía. La Caixa, por lo demás, gestiona en estos momentos uno de los mejores y más vistosos edificios de la ciudad, la antigua sede del Banco de Valencia, obra de Goerlich y Gómez Davó, un edificio que tarde o temprano tendrá también que dedicarse a actividades culturales dado su alto valor estético. Y no se debería olvidar que el extraordinario testero modernista de la Estación del Norte, la obra maestra del citado Ribes, lleva décadas infrautilizada penosamente por Renfe.

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