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Un golpe fallido que lo cambia todo

El fallido golpe de Estado en Turquía supone el retorno de la geopolítica. Cabe sospechar que nunca se marchó del todo. Turquía ocupa una posición central en el tablero de los falsos equilibrios. Situado entre Europa y Asia, el gobierno de Ankara desempeña un papel de filtro en los movimientos migratorios hacia la UE, al mismo tiempo que su influencia regional con conflictos abiertos como el de Siria resulta notable. Aliado estratégico de Occidente desde la II Guerra Mundial, el creciente autoritarismo y la islamización del país han molestado en Estados Unidos y en Europa, pero sin mayores consecuencias para Erdogan. La fortaleza de Turquía más que en el tamaño de su economía tiene que ver con su posición de bisagra entre Oriente y Occidente, así como en la secularización del ejército desde los ya lejanos tiempos de Atatürk. La novedad de Erdogan fue que consiguió quebrar este elemento secular o, al menos, moldearlo a su personalidad. En Turquía, como en tantos otros lugares, el debate entre cosmopolitismo e identidad nacional constituye un dilema claramente operativo a nivel político. Si hasta hace unos lustros Europa actuaba como un imán ejemplar en el horizonte, ahora ese polo magnético ha cambiado de signo: menos laicismo ideológico y más relato identitario. Pamuk ha escrito de forma brillante sobre ello.

De hecho lo subrayan algunos analistas Erdogan vio, antes que muchos otros, el sentido del proceso que empezaba a tener lugar no sólo en Turquía: el islamismo como fuerza política y en general, el populismo como forma de gobierno frente a la tradición laica y cosmopolita. En realidad, son las dos almas que habitan en las sociedades y que plantean esta disyuntiva: el giro hacia seguridades ancestrales o la apertura a los cambios. Erdogan intuyó que el convulso inicio de siglo apuntaba hacia la necesidad de identidades fuertes y, en el mundo musulmán además, con un signo marcadamente religioso. Es lo que ha ido explotando tácticamente a lo largo de estos años, hasta el punto de que Turquía es hoy un país mucho menos abierto a Occidente que hace tan sólo dos o tres décadas. Tras el fracasado golpe de Estado, la tentación autoritaria y populista se hace todavía más evidente. Ankara se aleja de Europa y se acerca a Oriente: carisma, control y nepotismo a costa de las instituciones. La ruptura con la democracia plena resulta ya clara. Las puertas de ingreso en la UE se alejan.

El golpe ha abierto un buen número de incertidumbres que darán pábulo a todo tipo de hipótesis. ¿Qué sabía Erdogan de los movimientos golpistas? ¿Por qué no fue arrestado el presidente en su residencia de verano en Marmaris? ¿Y por qué no salió el Ejército en todo el país? Sorprende que no hubiera contramanifestaciones, como sorprende que el golpe fuera tan fácil de neutralizar. La lectura inmediata de los expertos fue, sin embargo, unánime. Gane quien gane, la gran perdedora será la democracia turca. Ésa es, desde luego, la sensación.

Las purgas masivas en el ejército y la judicatura nos hablan de largas listas negras que sólo necesitaban una excusa para ser activadas. La nueva Turquía se vuelve más autoritaria y menos plural a medida que los viejos poderes adquieren una tonalidad monocroma. Como sucede en tantas ocasiones, cuando se alteran los equilibrios el peligro es que la sociedad turca se rompa en la peor de las direcciones posibles, lo que supondría la huida de sus elites intelectuales de corte europeo en beneficio de alguna variante más o menos radical del integrismo. En realidad, es lo que se busca: cohesionar en detrimento de la pluralidad. La Historia no se detiene en el siglo XXI, sino que, al contrario, se acelera de forma espasmódica: la debilidad de Europa, la epidemia global del terrorismo, las incertidumbres sociales y el regreso de las identidades fuertes. Recordemos una de las ideas fundamentales del sociólogo polaco Zygmunt Baumann: a los cosmopolitas sólo los constriñe el tiempo, mientras que los localistas se ven determinados sobre todo por la estrechez del espacio. La geografía, en definitiva, que retorna en forma de miedo e inseguridad. Y, de fondo, 8.000 detenidos entre jueces, policías y militares y otros miles más de funcionarios que pueden ser purgados en cualquier momento. Es obvio que las largas listas negras no empezaron el viernes.

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