Los acontecimientos internacionales sacuden a nuestra civilización chaise longue hasta ahora adormecida. Querríamos seguir viviendo en una continua fiesta y nos la han estropeado esos salvajes islamistas, capaces de matar a diestro y siniestro, y a continuación despeñarse después de una borrachera de sangre. Me pregunto qué es lo que les mueve, o quién, con esos supremos poderes demoníacos sobre la muerte, les hace moverse.

Conviene responder a estas cuestiones, pues en caso contrario no podremos enfrentarnos al peligro con éxito. Trataremos de mirar hacia otro lado o de dar explicaciones simples e infantiles. Muchos son los analistas que nos indican que esto va para largo. Incluso el papa Francisco ha sugerido que estamos ya en la tercera guerra mundial, aunque por capítulos. Y añadía que la paz es un don de Dios: hay que trabajarlo, pero también hay que pedirlo porque se trata de un don que viene de lo alto.

El miedo está ahí, presente; pero no podemos agarrotarnos o caer en un síndrome de Estocolmo, igualando víctimas con verdugos. Por tanto, hay que afrontar los riesgos. Ya sabemos que el terrorismo engendra un miedo vago, indefinido, entre otras cosas, porque es inasible: no sabemos por dónde nos puede venir.

Puede sacudir a la sociedad española, en cualquier lugar, en cualquier momento. No podemos decir que de esta agua no beberemos. Solo la prevención podrá evitar, si no todos, la mayor parte de estos actos de barbarie. Nuestro pueblo ha sido castigado con esa lacra durante décadas: sabemos aguantar, ser heroicos. Y nos conviene; porque la razón se impone. Pero también conocemos que esa fortaleza no se improvisa. Es más, solo desde una visión trascendente, me atrevería a decir que cristiana, podremos hacer frente al terror. Si no, capitularemos porque la vida se impondrá a la libertad; y cederemos ante la olla de garbanzos si es que sólo disponemos de convicciones apaniaguadas.

Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza. Y un pueblo sin esperanza es un pueblo sojuzgado, sometido, obediente ante el poder de la violencia. Por tanto, nuestras armas para luchar, como pueblo, solo pueden provenir de una fortaleza moral que mira de frente el peligro y no se achanta. Porque sabe, parafraseando a santa Teresa, cuán poco es lo de acá y cuán mucho es lo de allá.