H ace unas semanas proponía en estas páginas que Europa debe dotarse de la conciencia de ser una comunidad existencial. Esta semana se ha dado un paso público de extrema importancia en ese sentido. Ha sido la celebración religiosa conjunta de musulmanes y cristianos en Ruan, la capital de Normandía, donde hace una semana un párroco fue degollado por unos jóvenes terroristas. El acto tiene una importancia extraordinaria. Primero, porque en aquella localidad fue quemada viva Juana de Arco en el 1431. Es muy interesante mostrar la evolución histórica de una tierra, la francesa, que en el curso de unos siglos ha podido pasar de quemar viva a una doncella por considerarla hereje, embrujada y que inventara falsas revelaciones y apariciones divinas, a presenciar, frente a la misma catedral, el homenaje de creyentes musulmanes y cristianos a un hombre asesinado por sus creencias, algo que nos retrotrae a la mentalidad fanática y sanguinaria que las dos religiones compartieron en aquellos tiempos medievales.

En realidad, será difícil que los europeos podamos formar un pueblo en el sentido político en que hablamos de los poderes constituyentes nítidos y diferenciados que tienen su modelo en el Estado-nación. Pero eso no es decisivo, en la medida en que no se potencie una escalada de sentimientos nacionalistas. Lo más importante es darnos cuenta de que sean cuales sean los peligros a los que nos exponemos como continente europeo, estaremos en peores condiciones de enfrentarnos a ellos si los hacemos desde la vieja nación soberana y estatal. No necesitamos entendernos como un pueblo europeo para fundar un orden político eficaz. Pero debemos dotarnos de un sentido comunitario suficiente como para saber que soportaremos una federación europea continuada en el tiempo. Para mantenerla no bastarán las coacciones indirectas, fundadas en los costes económicos que tendríamos que pagar por una secesión. Dejar abierto un camino que bloquee tanto la decisión de convertirnos en un Estado federal como la de asumir las dudosas separaciones de una comprensión confederal, eso solo es posible desde la comprensión de que las poblaciones convergen en las formas de vida fundamentales. Ese es el suelo firme sobre el que la historia puede mirarse confiada.

Lo que se ha visto en Ruan es de una importancia histórica no porque confirme el pasado de nuestra Ilustración. No se trata solo de que allí se ha hecho valer con toda claridad la conclusión o moraleja de la obra de Lessing Natán el sabio, con la parábola de los tres anillos. No es irrelevante, desde luego, que resuene por toda Europa la premisa de aquella obra inmortal: «Lo que a ti te hace ser un buen musulmán, o a ti ser un buen judío, me hace a mí ser un buen cristiano». Pero no es lo decisivo para el futuro. Más importante todavía es que esa metáfora lessinguiana no se da en el mítico Jerusalén de Saladino, sino en la tierra de Ruan, la cuna de los canteros góticos, el centro mítico del reino normando. Mediante esta salutación conjunta, que produce simpatías en laicos y en creyentes, lo que se dice es que Europa se compromete con las premisas de una Ilustración considerada y moderada: garantizar sobre su faz la protección de las minorías religiosas y las diversas formas de vida en libertad, en la medida en que sean respetuosas y tolerantes entre sí.

Una comunidad existencial de este tipo no tiene que acreditarse en una definición exclusiva y estricta de valores y percepciones morales. Se acredita más bien en una adecuada conciencia histórica. De ella se extrae la idea de una evolución propia que debe ser respetada en la medida en que ninguna de sus etapas se identifique como absoluta y definitiva. Desde la emergencia de la modernidad en el alba del siglo XVI, hemos visto el espectáculo más estremecedor de una humanidad a la búsqueda de una verdad acerca de sí misma, una humanidad intranquila, insatisfecha, crítica. La verdad no está en ninguna de sus posiciones concretas, sino en el hecho de aceptar que cada una de ellas puede estar en el camino hacia otra mejor. Basta asumir tres cosas: tiempo, tierra y paz.

Por eso ni siquiera un laico se sentirá incómodo por esta ceremonia. Sea cual sea la forma de vivir la religión, si es tolerante y pacífica, respetuosa con otras formas de entender la fe, entonces está en el camino posible de la libertad hacia otras formas de vida laicas. Esta es la aportación de la comunidad existencial. La comprensión histórica también sabe que esas otras formas de vida laicas proceden de formas evolucionadas en su día de la vida religiosa y no considera que exista una completa e insuperable distancia de ella. A las formas religiosas de conciencia y a las formas laicas más conscientes de su propia norma, todavía le pueden ser comunes ciertas premisas en la medida en que afirmen la libertad, la tolerancia y el respeto por el otro. Forman parte de la misma historia evolutiva moral, y son resultado de una contrastación de la propia creencia con la de otros, de tal manera que la alteridad no implique desprecio, desconsideración o indignidad.

Europa ha cambiado reflexivamente, tanto que no puede dejar en pie la premisa de su propia fundación bélica, en aquel tiempo en que, según la crónica mozárabe, los «europeenses» de Carlos Martel se enfrentaron a los caballeros musulmanes en Poitiers, siete siglos antes de la muerte por fuego de la doncella de Orleans. Como demostraron las investigaciones de Jacques Pirenne hace muchos años, Mahoma y Carlomagno fueron la respuesta dispar del norte y del sur a la fractura definitiva del imperio romano. Eso rompió el Mediterráneo, antes unificado, y concedió a la Península Ibérica su papel de frontera porosa, algo que ejerció con suficiencia mientras disfrutó de su cultura mozárabe. Si Europa quiere ser una comunidad existencial tendrá que reparar esta fractura mental y volver a esa vieja forma cultural que todavía el cronista castellano celebró cuando, al describir la entrada de Alfonso VI en Toledo, dijo que cada comunidad celebraba a Dios en su propio idioma.

Tanto el cristianismo como el judaísmo y el islam son religiones de historia y de tierra. Tienen tiempo y espacio, porque refuerzan su memoria con la costumbre de santificar la tierra con los huesos de sus fieles. Justo por eso, no pueden elevar ni el tiempo ni el espacio a propiedades exclusivas. La tierra y la historia son realidades conjuntas, transitables, y su unidad es la de la especie humana. Por eso no se pueden organizar bien con muros y fronteras, y hay que celebrar que el papa Francisco lo haya recordado en Cracovia, cerca de ese símbolo perenne del descarrío del hombre europeo que es Auschwitz. Que la tierra europea pueda ser sagrada para los musulmanes, para los judíos y para los cristianos, eso es verse como una comunidad existencial adecuada, capaz de dialogar con los pueblos de su frontera mediterránea, sea asiática o africana. Pues no tenemos alternativa. En el grado de evolución a que hemos llegado, cualquier otra opción pasará por escenas que tendrán necesariamente que parecerse a Auschwitz.