Gustavo Bueno, uno de los filósofos más conocidos del país, moría el domingo a la edad de los 91 años. De él decía mi maestro, Fernando Montero Moliner, que conocía la Escolástica de memoria. Nacido en 1924, conoció los avatares de aquella generación de filósofos que tuvieron que pasar por las cátedras de instituto antes de instalarse en la universidad. Pero a diferencia de ellos, Gustavo Bueno comenzó a publicar sus textos más conocidos al final de su carrera académica, a partir de 1985, fecha de El animal divino, un ensayo de filosofía de la religión materialista, que era muy del gusto de una época dominada por la antropología de Marvin Harris. Desde entonces, Bueno no cesó de ofrecer intervenciones públicas de todo tipo, al tiempo que se convertía en una verdadera fábrica de producción de textos, a cual más polémico.

Si atendemos a su amplitud y a su impacto público, la trayectoria de Gustavo Bueno no tiene parangón entre los filósofos españoles actuales.

Nadie ha sido tan popular ni tan polémico. Sus vídeos en diversos programas de televisión son memorables. Sus intervenciones sobre personajes de actualidad como Zapatero, sus polémicas sobre la cultura o la televisión, su defensa de la nación española, su clara apuesta por una España contra Europa, su defensa de la idea de imperio, y su posición ideológica, que le hizo decir a Sánchez Dragó que Aznar lo leía meticulosamente, hicieron de él un pensador vinculado a la nueva derecha española que se inicia con el rearme ideológico del PP. A diferencia de otros, Bueno gustaba de esta popularidad y la buscaba. Feroz en sus polémicas, era al mismo tiempo un hombre ingenuo, y a veces su vanidad lo desarmaba tanto como una opinión contraria lo irritaba hasta el extremo. En un caso y en otro su esposa Carmen siempre andaba cerca para ir al quite de situaciones en las que él no escapaba bien. La recuerdo, sentada en la última fila de sus conferencias, manejando señales explícitas para tranquilizarlo y calmarlo. Todos sabíamos que no la sobreviviría.

Gustavo Bueno no tenía reflejos mundanos y en esas situaciones en las que la ironía es necesaria, él estaba perdido. Una vez, en Granada, mediados los 90, estábamos en un congreso con otros profesores de su generación a los que él respetaba mucho. Uno de ellos era Vals Plana, el socarrón catalán gran especialista en Hegel. Antiguo jesuita, Valls era un talento versátil y se movía igual de bien en las especulaciones de la Fenomenología del Espíritu que en las oficinas del Rectorado de la Universidad de Barcelona, donde trabajó muchos años. Por supuesto, en las largas veladas de las madrugadas tras los congresos no tenía par en ingenio. Pues allí estaba en la Plaza de la Audiencia con Gustavo Bueno en medio de un corro, gesticulando sobre lo mal que estaba la filosofía en España.

Al hegeliano Valls aquello le parecía, como casi todo, algo unilateral. Para demostrar que nunca había estado mejor en España, Valls lo puso a él como ejemplo. ¿Cuándo un filósofo había sido tan popular como él?, le dijo. Para demostrarlo, detuvo al azar a un grupo de señoras mayores que paseaban por allí. Nos separó a todos y dejó a Gustavo Bueno en el centro, solo, frente al grupo de otoñales granadinas. Bueno se quedó un poco parado, como si le hubieran arrebatado a su público. Pero de repente se vio allí, escrutado por el grupo de señoras que intentaban responder a las preguntas de Valls. Señoras, ¿a que ustedes conocen a este hombre?, les dijo, señalando a nuestro colega. Ellas se quedaron mirando a Bueno y, un poco tímidas, contestaron que sí, que lo conocían. Valls respondió pletórico. «Lo ves, Gustavo, ¡te conocen!». Bueno se sintió feliz de ser reconocido. «¿De dónde lo conocen?», siguió Valls. Una de las señoras se atrevió y dijo: «De la televisión». La felicidad de Gustavo Bueno le hizo romper en una amplia y bondadosa sonrisa.

Él vestía siempre de manera muy sobria, con tonos grises y oscuros. Su aspecto era el de un ibero de Cameros, aguerrido y pequeño, enjuto y con rostro anguloso, de expresión dura, numantina, pero que sabía ofrecer de vez en cuando una sonrisa desvalida. Cuando finalmente Valls hizo la pregunta definitiva, el silencio se hizo a nuestro alrededor. «¿Y qué profesión tiene este hombre?». La dificultad de la pregunta las mantuvo calladas y, para ese momento, también estaban intrigadas. Finalmente, la más audaz, convenientemente animada por Valls, se atrevió a dar la respuesta oportuna: «Es un obispo», dijo. Nuestro grupo, que todavía rodeaba a Gustavo Bueno, estalló en carcajadas. Valls se limitó a decir: «Han acertado, señoras». Si no nos hubiéramos reído tanto, Valls habría logrado que las señoras le besaran la mano.

La anécdota nos recuerda que sus pares lo vieron siempre como una figura pintoresca. Lo respetaban por su ingenio y su gran capacidad de trabajo, pero en realidad pocos entendían lo que hacía. Su forma de comprender la filosofía no era compartida por su generación, más pendiente de hacerse con el sólido legado del pensamiento internacional. Su aspiración de lograr un sistema propio era intempestiva en una academia que, mientras tanto, se había internacionalizado y aspiraba a debatir con sus pares mundiales.

Cuando el propio Bueno dijo que era un escolástico puro, creo que en realidad quería decir que era un escolástico español. Como en nuestra mejor tradición escolástica, su pensamiento estaba abarrotado de complejidad, matices, cautelas, y era una complexio oppositorum dominada por esa voluntad continua de conciliar extremos. Católico ateo, nacionalista de izquierdas, marxista conservador, materialista y espiritualista, todo en Gustavo Bueno es más complicado y su capacidad de matiz es tan de la vieja escuela de Salamanca como su capacidad de polemizar y tratar de ignorante a quien no respetara sus complejas distinciones dialécticas. Como en su día dijo Carl Schmitt de Francisco Vitoria, esa complejidad plagada de matices estaba diseñada para que sólo su creador tuviera la decisión personal sobre su sentido definitivo. Puesto que, como buen escolástico, siempre aspiró a fundar una escuela, ésta siempre se construyó sobre decisiones personales acerca de ortodoxos y heterodoxos. Nunca fue más verdad la idea de Fichte de que cada uno tiene la filosofía adecuada a su tipo humano.

Sin duda, algo hay que reconocerle sin reservas. Pues al mismo tiempo que esta dimensión más pública, su capacidad de convocar jóvenes vocaciones filosóficas fue insuperable. La mayoría de los alumnos que llegan con alguna idea filosófica a la facultad es porque han leído cosas de Gustavo Bueno. Y esto siempre, invariablemente, alimenta la pasión filosófica más intensa. Por supuesto, esa pasión ante todo los hace virtuosos lectores de su obra, y para avenirse a una discusión exigen que estés al tanto de sus más recónditos escritos. Por eso es difícil estar a la altura en un debate con los discípulos de Bueno. Ellos tienen un cosmos conceptual muy complejo, que es para ellos un valor en sí mismo, mientras que otros quieren preguntar por la manera en que ese mundo conceptual tan elaborado ilumina nuestro mundo real.

En todo caso, nadie que haya pasado por Gustavo Bueno ha dejado de ser un filósofo de vocación, aunque sean más los que militan en la heterodoxia de la escuela que en la ortodoxia. Estos siempre son pensadores independientes y originales, por lo que al final sólo le debemos gratitud a Gustavo Bueno por su magisterio. Por lo demás, debemos tener un poco de paciencia con sus discípulos más acérrimos. Siempre son muy buenos interlocutores cuando pasan a la heterodoxia. En esto también Gustavo Bueno es un filósofo simbólicamente español. Quizá eso lo hace inolvidable para todos nosotros.