Si casa tiene ventanas, como todas las casas. Ya saben, sirven para que entre aire y luz. Su misión es aparentemente sencilla. Aire, para respirar, y luz para ver. Lo que ocurre es que las ventanas no tienen vigilante fronterizos y dejan pasar a cualquiera. Cada dos por tres, disfrazadas de aire limpio se cuelan en mi casa motos petarderas, se pasean por el salón dejando un reguero de ruido infernal, rompen conversaciones y sueños, y se largan impunes dejando una estela de ametralladora.

No se extrañen si una noche calurosa abro la ventana para que entre ese airecillo soñado, y ¡zas! se mete el camión de la basura, un servicio público dando ejemplo de alboroto. Da una vuelta alrededor de la cama, me mira y se marcha como si nada. Por no hablar del guardia urbano que pita frenético como si el pitido fuera a agilizar el tráfico. Los conductores le miran con asombro pero él insiste. Y ya se ha metido en mi cocina, con el sonido del silbato a tope.

Ya sé, hay alternativas. Cerrar a cal y canto las ventanas dichosas, poner doble vidrio, o triple, y descansar tranquilo sudando la gota gorda porque las pobres ventanas ya no pueden cumplir su papel. Siempre te queda el aire acondicionado, me dicen, tiene la función silencio absoluto, una brisa suave, mediterránea, y un ambientador con aroma a mar. Añades una postal de la playa en el cristal, y a soñar. Cuidado, añade el otro, estás calentando el planeta. ¿Calentando el planeta? No soy yo, es el ruido invasor, que se cuela sin permiso, toma la forma del recipiente, que es mi casa, y revoluciona hasta a los muebles con sus decibelios prohibidos.

Nadie me entiende, solo las ventanas de Windows son insensibles a esa invasión, ellas se abren y se cierran sin efectos colaterales. El ruido resulta ser una contaminación invisible, una tortura tolerada sin rubor. Es ilegal, a todos molesta, pero nadie hace nada por resolverlo. Pasan dos tipos motorizados con escape libre, me acerco a un policía y le pregunto si eso es normal. Me mira extrañado, con un gesto se quita los tapones de los oídos y me dice, dígame, dígame, es que con este ruido si no uso tapones me vuelvo loco. Nada, nada, que tenga usted un buen día, me voy a casa a cerrar las ventanas.

El espacio público se ha convertido en el reino del ruido invasor. Y la ciudadanía, la sufridora permanente. Increíble.