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Los deseos innecesarios

Mario: «Me decidí a comprar un lector de libros electrónicos y le pedí a mi hermana que me prestara el suyo para tener uno en las manos. Me dijo que hacía más de un año que no lo usaba, que tendría que buscarlo, que la verdad es que, salvo durante unas vacaciones a Ibiza, no lo sacó de su caja. Me pregunto cuánta gente hay como mi hermana, compradores de artilugios que al poco tiempo pasan al olvido en cualquier cajón. Mi primo Rosendo compró un teléfono inteligente de 900 euros y le pregunté para qué quería semejante pepino si lo único que hacía con él era enviar mensajes con chistes y ver vídeos de fútbol. Me miró con expresión perpleja, pero antes de que pudiera responderme, su teléfono se volvió loco con una avalancha de mensajes de su peña futbolística.

Mi amigo José se gastó dos mil y pico euros en un superordenador preparado para las más altas exigencias de un diseñador gráfico de alto nivel. Me parece bien porque es su dinero, pero resulta que José sólo utiliza esa bomba informática para entrar en las redes sociales y como procesador de textos, dejando el 95 % de las propiedades sin usar. Muertas de aburrimiento. Otro tanto podría decir de mi cuñado Luis, que invirtió una fortuna en una cámara de fotos con objetivos que harían feliz a un profesional de National Geographic. Sólo la usa para hacer fotos a sus críos, y siempre salen con los ojos cerrados.

Mi suegro cambió su berlina de toda la vida por un todoterreno que desborda su plaza de garaje. Lo más cerca que está de los montes es el parque que tiene a doscientos metros de su casa porque no sale de la ciudad ni a rastras. Me siento seguro ahí arriba, me dijo cuando le pregunté para qué quería semejante tanque con ruedas con el que no podía ni aparcar porque se cargaba las defensas de los coches. Cuánto dinero invertimos en convertir en deseo irrenunciable lo que no nos hace falta».

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