Mientras redactaba De extremos y extremismos (Levante-EMV, 13-7-2016) advertí el chirrido que aparece cuando el automatismo inconsciente del sentido común colisiona con el pensamiento reflexivo. Hablo de la contraposición moderación-extremismo radical usada machaconamente en las recientes campañas electorales como parte de la comentada estrategia del miedo. Cuando Mariano Rajoy maneja dicho antagonismo, está eligiendo sus propios valores conservadores y clásico-liberales como referencia, y la distancia a los mismos revela la moderación o el extremismo de los que habla. Y aquí está la modelación del sentido común cultivada por la ideología dominante: los valores de referencia de Rajoy parecen imponerse mayoritariamente, como absolutos, en la calle y en los medios. Además, la discusión estéril está servida: desde la socialdemocracia protestan porque ellos, dirán, inspiraron la moderación del liberalismo clásico, padrino de los excesos del capitalismo. Las medidas que disuelven el estado del bienestar y aumentan las desigualdades, añaden, son las extremistas.

Probablemente, Tomás Moro (declarado patrono de los políticos por Juan Pablo II) continuaría, en esta época, creyendo en el principio de propiedad comunitaria, que regía en la isla de Utopia, como condición necesaria para aspirar a la igualdad material, y sería un seguro candidato al calificativo extremista radical. Tal vez cualquiera de nuestros modernos liberales, devotos de la propiedad privada, sería visto de la misma forma si predicase su credo en Utopia. Pero no es necesario recurrir a escenarios hipotéticos: para quienes defienden la propiedad y gestión públicas de los servicios públicos „un principio recogido en la constitución francesa de 1946 (liberal, por supuesto)„ ésta es su referencia y, de acuerdo con la lógica anterior, extremistas serían las propuestas de mantener o extender las privatizaciones, externalizaciones y conciertos. Si la referencia es la permisividad y comprensión progresistas en derechos individuales y políticos, la moderación estaría en la vecindad de este margen, y la desconfianza e intransigencia conservadoras representarían el extremismo.

Nuestras cuatro principales fuerzas políticas nacionales se mueven entre las fronteras de los liberalismos político y económico, y entorpece el debate apropiarse de una referencia absoluta con el propósito de autocalificarse de moderado y acusar al otro de extremista. Tan inapropiado es imponer un absoluto, como usar múltiples referencias que enmarañan el diálogo. El término moderación debería predicarse prioritariamente de las formas y actitudes, y su antónimo no es extremismo, sino exceso o destemplanza. En este sentido, desde todas partes afloran episodios de inmoderación: Rafael Hernando con demasiada frecuencia, Alfonso Guerra cuando se pone a ello y Pablo Iglesias en la anterior legislatura nos ha brindado buenos ejemplos.

Sin embargo, el relativismo de las ideas defendido arriba en oposición al uso interesado de los términos moderado y extremista radical, no debe enmascarar el extremismo de los hechos que nos rodean, por ejemplo el exiguo gasto en energía y alimentación de los hogares españoles excluidos o en riesgo de exclusión comparado con el mismo gasto en los hogares exclusivos, o la brutal distancia entre la renta per cápita de los primeros y los últimos países del ranking. Eso son extremismos medibles y, por lo que parece, tolerables.