La calumnia posee la inercia típica de las ondas, pero invertida: crece más cuanto más se aleja del origen. Esa capacidad para crecer en aparente autonomía la asemeja a un ser vivo. Y de ahí que la tradición haya considerado que la mentira estaba habitada por un ser vivo al que ha llamado precisamente «el padre de la mentira». Por eso quien lanza una calumnia toma sobre sus espaldas la responsabilidad de causar un proceso que le desbordará, un mal que difícilmente podrá restituir. Ciertamente no suelen faltar quienes asumen con gusto esa carga: a la condición humana no le faltan repliegues tenebrosos.

Además, para calumniar con eficacia es necesario que la mentira vaya acompañada de la indefensión de la víctima. Así que en toda calumnia hay al menos una intención alevosa: que el ofendido no pueda defenderse eficazmente. Y esa indefensión unas veces se logra mediante el anonimato, otras mediante la verosimilitud de la infamia, pero casi siempre apoyándose en la sospecha como suposición general. Así que la espalda es el lugar simbólico que prefiere la calumnia pues es también el ángulo de la indefensión, pero cualquier otra de sus formas le sirve: el desamparo de los que no tienen poder, los marginales, los estigmatizados por los prejuicios dominantes, los pobres, y todas las formas de debilidad sin medios de defensa.

Si el calumniador no es completamente estúpido, sabe que la mentira inverosímil es una torpeza y un contrasentido. La vida de la mentira se la da su éxito y para conseguirlo toma su forma de verosimilitud o, todavía menos sutil, de exacerbación de las bajas pasiones de quienes han de propagarla. Para calumniar es preciso hacer prevalecer una versión torcida de la realidad y de las personas a las que se calumnia. De ahí la invencible necesidad de predominio que arrastra al mentiroso, y que con frecuencia opera como la causa de la calumnia: la mentira y el mentiroso están pendientes del éxito que, no obstante, al final los esclaviza.

Por eso los mentirosos padecen una enfermedad que termina por debilitar su capacidad para enjuiciar la realidad: la perversión o la incapacidad para dar versiones rectas de las cosas y de las personas. La sospecha como actitud de partida deprava la inteligencia y el corazón de quien la alienta. Y, en efecto, mentir no es lo peor que le puede pasar al calumniador: es peor que llegue a olvidar que son mentiras y quede poseído por ellas. Y así surge una especie de mentiroso al que la sinceridad no disculpa ni evita que mienta, sino que agrava su condición de tal: el que miente ya sin darse cuenta siquiera. Es sabido que una mentira repetida suficientemente cobra apariencia de verdad, sobre todo para quien la dice y para quien la escucha con regodeo.

De ahí que esa depravación del mentiroso que le hace creíble por sincero, le hace también casi incurable y hasta aquieta su furor de mentiroso. No obstante, a los mentirosos se les suele reconocer porque necesitan perentoriamente que se les crea. La mentira, a diferencia de la verdad, no tiene otro sentido que recabar acuerdos y convencer: como algunas especies animales, para respirar necesita el movimiento de su desplazamiento. Por el contrario, la verdad tiene a menudo un compañero que la mentira aborrece: el silencio. Y es que mientras la mentira sólo tiene sentido si se difunde y sobrevive solo mediante su ansiosa expansión, la verdad se fortalece mediante la discreción.

Además, la calumnia es una mentira coral: necesita de un coro de voces pequeñas que le sirvan de eco; personajes poco capaces de mantener de viva y propia voz lo que propagan, pero que se sirven del exabrupto inicial. Con frecuencia el coro de la calumnia incorpora muchos silencios: el de quienes a sabiendas no desmienten y se aprovechan de una calumnia que les beneficia o cuyo desmentido les perjudicaría. Y es que algunas veces hablar es la única forma de no convertirse en cómplice.

No obstante, la verdad comúnmente se sirve mejor de pocas palabras que de muchas y la calumnia suele tener una respuesta más proporcionada mediante la contención que con el fuego cruzado. Se equivocan los políticos que se apresuran a difundir desmentidos de ataques a su honradez personal, sobre todo si creen en su eficacia. Contra una calumnia, la única defensa eficaz es que el desmentido no sea imprescindible, aunque casi siempre resulte obligado. El único desmentido efectivo es el innecesario.

Por último y aunque resulte exitosa, la calumnia es siempre un error de cálculo porque el mentiroso no se percata de que es la primera víctima de su infamia: vale más padecer injusticia que cometerla, dijo un célebre calumniado y ajusticiado a muerte. A modo de confirmación, el injustamente calumniado posee un consuelo inenajenable: por graves que sean las calumnias y por mucho que se voceen, por grave que sea el daño, sabe que no son lo peor que le podría pasar; sería peor que fueran verdad. Ese es el sereno reposo que el mentiroso no alcanza nunca.

Los clásicos sabían que si les gobernaba un hombre injusto, déspota y cruel resultaba beneficioso para todos que también fuera perezoso. Y es que a veces, si algo es malo es mejor que lo sea en todos los sentidos. Pues bien, eso mismo ocurre con la calumnia, así que Wilde no desvariaba cuando decía: «Recuerda que debemos dar las gracias de que haya faltas de las que nos puedan acusar injustamente».

Y de ahí que la difamación, la propagación de una falta cierta, concentre todas las maldades de la calumnia incluyendo la malversación de la verdad que exime de la necesidad de mentir para hacer daño, pero deja indefenso, confirma las sospechas, tiene toda la verosimilitud y no te deja defenderte con la verdad de tu lado. Hasta para mentir y calumniar la verdad es la fuerza más poderosa. Así que demos gracias, en efecto, de que haya faltas de las que nos puedan acusar injustamente.