Tras dos veranos trabajando en la ciudad y pisando la playa los fines de semana, poco y mal, este año por fin me libro del asfalto y paso el mes de agosto y parte de septiembre al abrigo del Mediterráneo. Tengo que trabajar igual que los veranos anteriores, pero el teclado con sabor marino es un concentrado perfecto de sal y felicidad.

En la urbanización donde veraneo me ha pasado algo que no sabría calificar si de curioso, sorprendente o increíblemente agradable. Como en casi todo este tipo de residenciales, con piscinas y amplios jardines al aire libre para correr, pasear o jugar, la gran mayoría de sus veraneantes son matrimonios con uno o varios hijos. Los niños son los protagonistas de la jornada y desde que amanece hasta que anochece sus gritos, las carreras y el ruido de sus escandalosas zambullidas en la piscina es el ritmo de la música que ameniza, altera y alegra nuestros días.

Como siempre y como recordaba de los veranos de mi infancia, la hora de la siesta sigue siendo sagrada. A partir de la hora del café y hasta pasadas las cinco de la tarde se instala un silencio sepulcral que permite escuchar con total claridad el ruido del aleteo de una mosca. He de reconocer que desde el primer día este hecho insignificante me sorprendió como si se tratara de un asunto esencial e importante. Los niños a la sombra de los árboles que rodean la piscina y sentados sobre sus toallas multicolores de superhéroes y princesas y en un tono de voz respetuoso casi sigiloso, desprovistos de tablets, iPads y teléfonos móviles se divierten jugando a las cartas y otros juegos de mesa del pleistoceno como el parchís y la oca.

El primer día pensé que se trataba de un hecho aislado y esperé durante horas a que en cualquier momento se sacaran de debajo de la manga los móviles y empezaran a darle a la tecla como si no hubiera un mañana, pero no lo hicieron. Ni rastro de pitidos malsonantes de wasaps ni nada por el estilo. Solo comprobaron sus relojes de pulsera de colores fosforitos a la hora punta para hacerse con las pelotas y las colchonetas y zambullirse en el agua hasta que cayera la tarde.

Decir que experimenté nostalgia y felicidad a partes iguales puede interpretarse como un sentimiento exagerado e incluso cursi, pero la realidad es que fue lo que sentí y lo que siento todos los días a la hora del café y de la cena cuando los veo jugar a los mismos juegos que veinte años atrás jugué yo con la misma inocencia y alegría. Es una vuelta en el tiempo, un regreso al pasado que me hace no perder la esperanza de las generaciones venideras y que me recuerda anécdotas absurdas y divertidas de unos veranos en el que las preocupaciones pasaron por conseguir el premio del palo de madera de mi polo de naranja, hacerme con el pañuelo y que no me pillaran, ir en el equipo de los polis y pillar muchos cacos y lograr lanzarme como el resto de amigos y sin miedo por las pistas blandas del Aquapark.

Hasta este verano pensaba que aquellos días dejaron de existir hace mucho tiempo y para mi consuelo, por lo que está por venir, compruebo que no y que aunque las tecnologías nos empujan al futuro a pasos de gigante siempre quedaran costumbres y tradiciones inamovibles que avanzan y avanzarán tanto o más rápido que la telefonía, Apple y las tablets.

Quizás por todo esto que les comento o simplemente porque me gustó mucho pensé en Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena. Una novela que comprende la adolescencia como una etapa irremediablemente revolucionaria e impulsiva y que me recordó un verano más que nada envejece tanto como la felicidad.