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El demonio de los celos

Berto: «Mira que me lo decía mi examigo Julián, que en los celos hay más amor propio y orgullo que amor. Pero sus palabras caían en saco roto porque yo pensaba ya desde la adolescencia que entre dos seres que se aman debe prevalecer siempre una permanente inseguridad hacia la lealtad que llega de la otra parte, un constante estado de excepción para no dejar pasar por alto ningún indicio que pueda llegar a convertirse en una pista que nos conduzca hacia un crimen de amor. Esas creencias erróneas y alérgicas al sentido común fueron las que me causaron más disgustos absurdos. Demonios, yo estaba convencido de que si descubría a mi pareja mirando aunque sólo fuera un segundo a otro hombre que yo pudiera considerar suficientemente atractivo estaba legitimado para considerarlo una incipiente traición y, por lo tanto, dejarme llevar por un arrebato de celos que mi rostro mostraba al instante. Y me enfurruñaba y la chica de ese momento se veía obligaba a sacarme las palabras con sacacorchos hasta que yo, finalmente, accedía a reprocharle que hubiera mirado a ese tipo con tanta insistencia. El estupor solía ser su primera reacción. Por supuesto, cuando los teléfonos móviles y sus infernales avances en la comunicación instantánea se hicieron masivos, mis relaciones sufrieron un duro golpe, y cuando utilizo el plural no estoy presumiendo de nada sino constatando el hecho de que mis celos llegaron a ser los verdugos implacables de cualquier relación que yo pudiera entablar. Diez novias en cuatro años son datos demoledores, y todas se fueron por las mismas razones, hartas de mi afán inquisidor. La chica con la que salgo ahora es, sin duda, la mejor de todas, aunque siempre pienso eso de la última. Y me he propuesto confiar en ella y no dejarme engañar más por los celos, aunque, lo confieso, no me gustó ni un pelo que no quisiera desvelarme el código de bloqueo de su móvil. ¿Por qué quiere ocultarlo?».

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