Si nuestros políticos no lo convirtieran en una pesadez, notaríamos la elemental pero decisiva libertad que comporta poder elegir a quienes nos gobiernan. Buena parte de la historia de Occidente ha consistido en la progresiva ampliación de lo que cabía elegir: profesión, ideales, gobernantes, formas de vida. Es cierto que, como dijo Aristóteles, lo imposible se puede desear pero no elegir. Pero no siempre es tan fácil reconocer lo imposible sin haberlo intentado, y los desarrollos científicos y tecnológicos nos han habituado a esperar que lo imposible deje de serlo.

Hemos descubierto, además, que los deseos aparentemente imposibles se convierten en materia de elección si están disponibles para su adquisición en el mercado, o son instituidos como derechos en el espacio público. Así que el consumo y la ciudadanía se han convertido en la apoteosis histórica de la elegibilidad: nunca antes nadie pudo elegir sobre tantos aspectos de su vida y entre tantas alternativas disponibles. Deberíamos ser felices, o al menos, notoriamente más felices que los hombres que nos han precedido.

Y sin embargo, nos aburrimos. Por supuesto que muchas de nuestras libertades son irrenunciables y suponen una dignificación objetiva de la existencia, de la que forma parte también la abundancia de medios y bienes materiales. Pero es esa misma abundancia la que nos pone ante una inesperada dificultad que caracteriza a nuestro tiempo: encontrar motivos para preferir entre lo abundante.

El fondo de la cuestión está, me parece a mí, en que para ampliar el campo de lo que se puede elegir hemos afirmado que no existen alternativas objetivamente mejores que otras. De otro modo, nuestra libertad de elección estaría limitada por la obligación de lo mejor y nos pasaría factura con la forma de remordimientos y sentimientos de culpabilidad. Para evitarlo, nada mejor que afirmar que (casi) nada es de suyo bueno o malo, sino más o menos preferible para cada uno según sus circunstancias e inclinaciones. Y como ambas son variables, nada es ni siquiera preferible para alguien en general, sino en un determinado momento de su vida. Y así todos libres y felices.

Pero a nuestra feliz libertad se le dibuja con demasiada frecuencia una mueca de apática indiferencia ¿Qué razón hay para preferir entre alternativas que son de suyo equivalentes? ¿Cómo superar la indiferencia para preferir entre opciones que hemos afirmado como objetivamente indiferentes? La primera de las soluciones que nos ofrecen nuestras sociedades consiste en establecer entornos competitivos: una acción de suyo indiferente se convierte en interesante cuando otros muchos la hacen y cabe esforzarse por ser el primero y el mejor entre ellos. Es como si al desdichado Sísifo condenado a subir eternamente la misma piedra a la misma colina, le pusieran otros muchos condenados al lado, y que al verse hacer lo mismo se disputaran el campeonato mundial de los condenados en un juego sin fin.

Se entiende que ser el mejor entre los que hacen lo mismo sea motivación suficiente para muchos. Pero no es seguro que lo sea a lo largo de toda una vida, ni tampoco que no se convierta en fuente de frustraciones. Y desde luego que se entiende también que otros muchos no encuentren motivo suficiente para hacer algo en ver que los demás lo hacen. Incluso cabría sospechar si no hay en estos últimos algo más valioso.

Y de ahí la segunda propuesta que nuestra cultura nos sugiere: ser uno mismo. Este camino tiene en su favor que ha entendido mejor qué es la elección: elegir implica siempre elegirse, porque cada elección que hago supone la elección del tipo de persona que quiero ser y que ya soy en cierta medida. Es como descubrir que la elección es un tiro que siempre sale por la culata: el que elige se elige, y cabe convertir esto último en la tarea misma de la vida.

De hecho, la publicidad hace tiempo que descubrió que nada hace tan preferible algo como el tipo de sujeto que llegaré a ser al poseerlo. El problema es que para escapar de Sísifo nos hemos echado en brazos de Narciso, porque transformamos todo en un espejo en el que elijamos lo que elijamos solo „o principalmente„ nos vemos y preferimos a nosotros mismos.

Sin embargo, ser uno mismo también puede llegar a ser muy aburrido, y de hecho una vez superada cierta adolescencia del carácter, produce fatiga en uno mismo y en los demás. Por otra parte, las dos alternativas no son tan irreconciliables y lo que más abunda entre nosotros es un cierto narcisismo competitivo servido en proporciones variables. Pero ese coctel tiende a producir obesidad narcisista o inapetencia, es decir, los gemelos morales del sobrepeso y la depresión que son las dos pandemias del mundo desarrollado según la OMS.

Y es que tal vez debiéramos revisar nuestras certezas en torno a la supuesta indiferencia objetiva de todo y que lo importante es que nosotros lo prefiramos. Con mayor razón cuando las experiencias más decisivas de la vida no lo confirman. Por ejemplo, ¿cuando de elegir pareja se trata, es acaso cierto que lo decisivo es que nosotros la elijamos? Desde luego que nadie delegaría esa elección, ¿pero acaso no es incluso más importante ser elegido por aquel a quien quisiéramos hacer feliz? Y, todavía más allá, ¿no es decisivo que quienes se eligen mutuamente crean haber acertado y estar hechos el uno para el otro? Acertar es reconocer que no todo era igual y que había alternativas que eran sin duda un error e incluso una desgracia. ¿No ocurre eso mismo en la elección de profesión? ¿No elegimos esperando acertar con aquello para lo que estamos hechos, para lo que «hemos nacido», decimos?

¿No buscamos acertar a conducirnos por un camino que podamos reconocer como el nuestro precisamente porque estaba ahí como puesto para nosotros antes de nuestra elección? Y si en los asuntos realmente decisivos de la vida, elegimos buscando acertar con aquello para lo que nos descubrimos elegidos, ¿por qué no considerar que nuestra preferencia no sea la única ni la más importante de las fuentes de valor que convierte a las alternativas disponibles en preferibles y mejores?