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La globalización da medallas olímpicas

Nació en Oxford de padre inglés y madre alemana y ganó una medalla de oro para España. Nació en Cuba donde se formó como vallista y ha sumado una presea de plata al casillero español. Marcus Cooper Walz vive en Mallorca y es español desde hace un año. Orlando Ortega vive en Ontinyent y es español desde hace ocho meses. Ambos son atletas propios de la globalización. En los Juegos Olímpicos ya no basta el dato del nacimiento, sino el de la nacionalidad, que no siempre coincide con el de la nacencia. Es producto de los tiempos.

Probablemente, en España se tendrá en cuenta el hecho de que ambos son españoles de pasaporte. En el caso del cubano tal vez más porque en su entorno no se dan las circunstancia humanas de Marcus. La victoria de este remero se vivió en su club mallorquín con el mismo fervor que se sentiría por un deportista nacido en Baleares. Sus amigos, sus compañeros de especialidad, se reunieron ante el televisor para ver su trayectoria. Hizo sufrir porque parecía descartado para cualquier medalla y en la parte final remontó y ganó con la complacencia de quienes no se perdieron una sola palada. En su club hubo tantas emociones como cuando Fernando Alonso llenaba un pabellón en Oviedo para ver por televisión cómo se proclamaba campeón.

Marcus llegó a las islas en brazos de su madre y el idioma de la calle, del club, de sus amigos y compañeros es el que habla sin acento alguno. Nadie oyéndole hablar lo relacionaría con el lugar de nacimiento y la nacionalidad de los padres.

El caso del vallista es bien distinto y obedece a razones políticas. Se fue de su país para buscar progresión deportiva y económica y aquí halló cuanto deseaba. Su tez no es más tostada que la que lucen atletas cuyo pasaporte dice que son súbditos de países del norte de Europa. Orlando es distinto racialmente a muchos españoles, pero su condición humana no es muy diferente a la de campeones que han fichado por clubes de países del Golfo donde los petrodólares ofrecen más beneficios que en Kenia o Etiopía.

La globalización ya ha supuesto la integración de ciudadanos marroquíes, pongamos por caso, que practican pruebas de fondo en atletismo y nadie ha tomado en consideración esta circunstancia que es ya mucho más antigua que la de los dos medallistas.

En fútbol es más viejo el hecho de nacionalizar a individuos que incluso con anterioridad habían sido internacionales con otros países como Di Stéfano, Kubala, Puskas, Pizzi y más recientemente el brasileño Diego Costa.

En los Juegos de Río hay otro deportista, Pau Tonnensen, decatloniano, que procede de Estados Unidos y es hijo de catalana. Hay varios nombres como Abdelazis Merzougui, Adel Mechaal y otros más aunque, desgraciadamente, no hemos visto a ninguno en el podio. Orlando Ortega, que no es el único cubano en la selección, ha justificado plenamente su participación y como español ha dicho que se siente orgulloso por el trato recibido aquí.

No hay ningún país que renuncie a las medallas cuando quienes las conquistan no poseen el pedigrí propio del lugar. Lo auténticamente lamentable es el hecho de incluir a algún atleta nacionalizado que nos ha avergonzado con un caso de dopaje. Sucedió, pongamos por caso, en esquí de fondo con el «fabuloso» medallista «Juanito» Johann Muhlegg. En atletas de pruebas de fondo hemos sufrido también algún tropiezo.

El futuro apunta a la participación de deportistas de diversa procedencia y cuyas condiciones físicas ayudan a creer en las posibilidades de medalla.

El deporte es imagen y todos los gobiernos tratan de ganarla con disciplinas que ocupan muchas horas en televisión. Los países dictatoriales siempre han buscado en este aspecto redención política. Con el deporte han tratado de simular la realidad del país.

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