E n el ensayo sobre el Imperio romano que añadió Ortega a su librito Historia como sistema, de 1941, propuso una historia conceptual de la idea romana de concordia. Como era frecuente en esa época, Ortega desplegó su análisis alrededor de sus categorías de ideas y creencias. La concordia fue considerada por Ortega la creencia básica del cosmos romano, el elemento constitutivo de su res publica. Pero de forma sorprendente, la concordia romana se basaba en un consenso acerca de quién debía mandar y obedecer. Para Ortega, pendiente de los elementos históricos que apuntalaban su propuesta de La rebelión de las masas, este consenso sobre el mando y la obediencia permitía distinguir entre el senado y la plebe. El modelo de Roma era tan importante porque había logrado proponer una articulación adecuada entre estas dos instancias, quitando a la plebe la función directiva a cambio de otorgarle ciertos poderes tribunicios, para impedir una secesión de la plebe y la fundación de una nueva ciudad.

Lo importante del análisis de Ortega es su aplicación a nuestro presente. Cuando no hay consenso acerca de quién debe mandar y quién debe obedecer, entonces no hay posibilidad de que una sociedad esté atravesada por la concordia. En esta situación parecía estar España desde hace ocho meses. Sinceramente creo que ya no es así. Antes del 26J, los actores políticos interpretaron la situación sustancial como si fuera una cuestión accidental. Por eso esperaron que un acto concreto -unas nuevas elecciones- solucionase la cuestión de fondo. No se dieron cuenta de que el país estaba dividido y que eso no se resuelve con nuevas elecciones, la ocasión de verificar de nuevo esa fractura. Ahora creo que la percepción de los actores ha cambiado. Ya hay concordia básica: Rajoy debe mandar. No considero que los actores especulen con resolver la cuestión sustantiva mediante nuevas elecciones. Saben que tienen que recomponer una mínima concordia. El problema es cómo lo venden a la sociedad española, que sigue igual de rota.

Por el momento, la retórica está todavía en otro lenguaje. Pero la retórica va muy por detrás de las intenciones, pues debe preparar el tiempo oportuno en que se puedan hacer públicas y reales. El horizonte en todo caso comienza a estar claro. Como señalaba Ortega, cuando la concordia básica desaparece, todo sentido de la res publica cesa. Si la situación de desgobierno se ha podido aguantar es porque estamos en sociedades con poder político limitado, lejano de la vieja idea de soberanía. De otro modo, la escalada de la discordia sería inmediata. Pero incluso en nuestras sociedades, no podemos adentrarnos en un escenario en el que la representación política quede devaluada hasta la desnuda ficción. Eso preocupa a nuestros políticos. Por eso habrá gobierno, porque los actores políticos tradicionales han percibido que eso les favorece a todos bajo ciertas circunstancias. Así que asistimos a un movimiento de refundación de concordia, a la manera hispana, obviamente. Lo que se observa como línea de fuerza tras ese nuevo intento es, como era de esperar, una cierta pulsión de repetición, una atenencia al pasado. Y hay dibujado un ceremonial destinado a medir los tiempos de tal modo que regresemos a lo que siempre fue: un gobierno del PP con las abstenciones de los nacionalistas del PNV y de PDC. Como cuando Aznar no era todavía Aznar. Así que, una vez más, ingeniería política frente a la política verdadera. Será difícil que de ahí surja una verdadera concordia. Pero cuando todos despertemos, ellos seguirán ahí.

La pulsión de repetición es dominante porque ellos aspiran a ser eternos. Lo único novedoso será la medición de los tiempos. Cuando el PNV necesite los apoyos del PP (y posiblemente la abstención del PSOE) para gobernar en Euskadi, frente a Podemos, será fácil arrancarle una abstención en Madrid a sus cinco diputados. Con esto faltarían un par de abstenciones. La cuestión dependerá del Process catalán, y también se verá en septiembre, cuando la CUP apriete con sus exigencias de unilateralidad y con los presupuestos. Así que si la sesión de investidura comienza el día 30 de agosto, tenemos sesenta días para elegir a Rajoy como presidente por la puerta de atrás y de modo vergonzante. Esto significa que antes del 30 de octubre tendrán que estar cerrados los acuerdos, y apuesto que esta es la intención. Cuando el PSOE dice que Rajoy debe buscar sus aliados en su entorno ideológico no dice palabras de presente, pero habla proféticamente. Así que de nuevo volvemos al consenso básico de la Constitución del 78, pero después de que todos los actores se hayan encargado de erosionarlo hasta el punto de poner en peligro su propia hegemonía.

Es lo que da el país. Rendidos, los actores de siempre firmarán la paz. Todos han luchado por romper aquella Constitución a su favor: el PP, por eliminar de facto el título VIII; el PNV por hacer efectivo el derecho a decidir; el pujolismo por imponer el soberanismo; y el PSOE por hacer de Andalucía el poder de veto para la reforma del Estado. Todos ellos se cobraron muy bien su función de ser pilares del régimen con todo tipo de extracciones, excepto el PNV que no las necesita porque tienen su cupo. Ahora, conscientes de que cualquier movimiento que ponga en tensión a las capas populares y las politice se volverá contra ellos, se repliegan hacia los acuerdos fundacionales, por mucho que tengan que fingir que siguen sin concordia básica. Pero no aprecio signos para creer su retórica.

Una prueba: todos sueñan con un mundo en el que Podemos y sus socios no existan. Así lo podemos leer en los artículos que publican los intelectuales del PSOE, por ejemplo el que firmó Manuel Cruz en El País el día 17 de este mes. ¿Va dirigido contra el PP? No. Va dirigido contra Podemos. Y en realidad, esa es la única piedra en el zapato para regresar a la misma concordia constitucional de 1978. En realidad el artículo de Cruz no ofrece un solo resquicio a una expectativa de cooperación con Podemos, señal de lo vital que es para el PSOE aparecer como única oposición en la situación que se avecina. Lo grave es que el artículo ve a Podemos como una anomalía democrática española y no está dispuesto a reconocer que el 20 % del electorado español que lo apoya asume un hecho: la inanidad del PSOE para dar una respuesta progresista a la situación de crisis en la que estamos. Para que la repetición sea posible (como continuidad sin cambio), Podemos tiene que ser impugnado. Por eso Manuel Cruz, en lugar de ofrecer una exposición política de los problemas del PSOE y razonar sobre sus alternativas, se limita a señalar el deseo básico de todo el sistema: que el silencio de estas semanas de Podemos sea el inicio de su silencio eterno.

Toda pulsión de repetición se basa sobre la ilusión que olvida la realidad. Pero la verdad es que la sociedad española ha cambiado desde 1978 y muchos no aceptarán una reedición forzada de los acuerdos políticos de los viejos actores, carente de espíritu y basada en el perdón recíproco de sus fechorías. Cruz comete un error: confundir a la gente que trabaja a pie de obra en Podemos y sus socios, con las figuras de Iglesias y Errejón. Olvida que otros líderes valiosos de Podemos no fundan su trabajo político en virtuosismos teóricos. En todo caso, las evidencias de sus votantes proceden del estrechamiento de un trabajo político real en las filas del PSOE. Por eso, en muchos sitios los hombres y mujeres de Podemos saben que el PSOE será su interlocutor y su socio potencial, pero ya nunca será su partido. Y esos mismos saben que, cuando llegue el momento de poner en marcha las reformas pactadas en dos actos entre el PSOE, C´s y PP, Podemos será el partido que presionará para que no sean una ficción.