Es difícil que se pueda lograr un acuerdo político en un país en el que estamos acostumbrados a grandes mayorías y gobiernos en solitario. La lógica política que hemos ejercido durante todos estos años ha vivido ajena a los grandes pactos. Desde la Transición, no es posible encontrar un escenario en el que se haya llegado a un gran consenso político, aunque no exento de grandes cesiones, sobre todo desde la izquierda.

Con una fecha cierta en el horizonte para celebrar el debate de investidura y el principio de acuerdo entre PP y Ciudadanos, todos los focos apuntan sobre el partido socialista. Como si de él dependiera, únicamente, la responsabilidad de evitar nuevas elecciones. La respuesta del PSOE está siendo, con buen criterio, la de no a la abstención. Y razones no le faltan. Fundamentalmente, porque no puede ser cómplice „aunque sea de forma omisiva„ de la reválida en el gobierno de un partido, como es el PP, que por un lado, ha gobernado desde el aislamiento de la mayoría absoluta, y por otro lado, está cubierto de corrupción hasta las trancas. Por ello, la cuestión no es tanto el PP, sino más bien, el actual PP.

Ni Rajoy, ni derecha, merecen „en este momento„ que un partido centenario como el socialista, asuma el alto coste que tendría facilitar su investidura. Sobre todo, porque ello supondría una traición en dos sentidos: el de la ideología y el de las personas (afiliados y electores).

Sin embargo, con un escenario tan fragmentado electoralmente, no cabe duda de que, en el futuro, serán necesarios grandes acuerdos políticos. Pero para ello, también es imprescindible que el PP lleve a cabo una profunda regeneración, sobre todo en dos frentes: el de la corrupción y el de la actitud.