Cada vez que en España hay cambio de signo en el Gobierno, si no antes, los ciudadanos rápidamente asistimos a la presentación de un nuevo plan de infraestructuras. Pedir que las infraestructuras constituyan un pacto de Estado nos remite a este concepto que ahora es tan repetido y a la vez con tan escasos resultados reales, que casi podría considerarse como una utopía. Sin embargo, debemos ser conscientes de que las infraestructuras son una cuestión para el bienestar y desarrollo de un país, independientemente de quien gobierne. Son un asunto de Estado.

En la situación actual, algo puede cambiar con respecto a otros periodos anteriores, y es la existencia de un nuevo escenario político sin mayorías absolutas ¿Habremos aprendido ya que no se deben emplear las inversiones en infraestructuras como herramienta de trueque político, como desde hace demasiado tiempo ocurre generalizadamente en España? ¿Cuántos planes más hay que poner en marcha, sin dar continuidad cuando no abandonar, o ni siquiera cerrar, los anteriores, valorando lo realizado? ¿Seremos para entonces conscientes de que es fundamental alcanzar pactos a largo plazo que den estabilidad y ordenen dónde emplear los recursos, más cuando son tan escasos?

En el caso de las infraestructuras del transporte, hay que advertir que a veces pueden producir efectos negativos si no existe una planificación adecuada. Es cierto que la construcción de vías de alta capacidad como autopistas o trenes de alta velocidad produce acercamiento entre las ciudades y regiones de mayor demanda situadas en sus extremos, pero simultáneamente puede polarizar el espacio, vaciando las zonas intermedias. La Unión Europea se ha propuesto que en 2050 el transporte de mercancías por ferrocarril represente el 50 % del total (actualmente en España esta cifra apenas alcanza el 2 %). Y más recientemente, estudios cifran en 6.600 millones de euros la cantidad a invertir ya en el mantenimiento y conservación de carreteras, advirtiendo que, de no hacerlo, al ritmo de deterioro actual en 2020 empezará a ser más rentable su reconstrucción completa. Por tanto, ¿Somos conscientes del esfuerzo en un planeamiento, de calidad y continuado, que este nivel de inversiones van a precisar?

Es por ello importante recuperar el planeamiento serio, ese que nunca se abandonó en los países desarrollados, como pieza clave para el desarrollo del país, como eficaz herramienta de gobierno, en torno al desarrollo de un Plan Estratégico Territorial. Un axioma que debería ser comúnmente aceptado es que, dados los plazos de maduración de los proyectos, ningún político inaugura las obras que planifica. Este pactado plan debería servir de guía para el despliegue de la inversión pública en un proceso de pensamiento estratégico en constante actualización, siempre en un mundo interconectado, donde los criterios de desarrollo tienen importantes condicionantes exteriores como pueden ser las redes de transportes europeas. Se debe buscar el derecho de toda la población a tener garantizada buenas condiciones para vivir y que la actividad productiva se pueda desarrollar allí donde las iniciativas se produzcan, además de poder ofrecer una razonable accesibilidad a los recursos tecnológicos y culturales, a los servicios sociales e institucionales, construyendo un Estado sólido capaz de anticiparse a las demandas de inversión en el territorio.

Debemos ser conscientes del deber de priorizar la inversión en mantenimiento y conservación, que evite el deterioro o pérdida del patrimonio acumulado en infraestructuras, reduciendo a la vez el tiempo que tengan que estar fuera de servicio. Con ello, no sólo nos evitaremos un mayor desembolso en su reconstrucción, sino que conseguiremos que se pueda amortizar la inversión inicial, en tiempos que no volverán a ser los pasados.

Es también necesario aumentar la inversión necesaria para la redacción de los proyectos de estas infraestructuras, en línea de lo que ocurre en otros países desarrollados. Hay que huir de tanta mala praxis ya asentada, consistente en ahorrar en tiempo y dinero allí donde no se tiene que ahorrar. Un buen proyecto es una labor delicada de realizar, y en su confección como posteriormente durante la construcción y puesta en servicio, deben emplearse las mejores metodologías técnicamente asentadas internacionalmente. Esta inversión en la redacción de proyectos proporcionará importantes y seguros ahorros durante la construcción y explotación posterior. Pero todo buen proyecto debe ir precedido de una buena planificación, que aborde los problemas mediante un cuidadoso estudio de soluciones y viabilidad, que incluya no sólo el proyecto, sino la conservación, mantenimiento y explotación a lo largo de la vida de la infraestructura.

En el caso español, la dificultad de planificar el territorio, con administraciones con competencias a menudo superpuestas, y demasiado frecuentemente descoordinadas, nos debe obligar a mantener una planificación que huya de la improvisación y sea pactada a largo plazo, creando modelos de gestión que sean más responsables en todos los ámbitos que afecten, dada la multitud de factores a atender: más información pública y más transparencia, más restricciones económicas y financieras, mayor respeto medioambiental, incremento de las necesidades sociales, más eficiencia en el desarrollo de proyectos, etcétera. Todo ello nos debe llevar hacia unos modelos de colaboración público privada, en los que cada agente aporte lo mejor que sabe y puede hacer, desarrollando planes sostenibles en el tiempo que no vengan marcados con un determinado color político y cuyo fin sea siempre el bien común de los ciudadanos.