El rechazo del burkini en las playas francesas contiene un deseo de afirmación de un carácter nacional determinado: las mujeres francesas no pueden aceptar como partícipes de su identidad a las que renuncian a la libertad sobre su cuerpo y lo someten públicamente al dictado, placer o capricho del varón por mucho que sea su varón y lo exija una religión común. De ahí surge la petición de que las autoridades, en nombre de la laicidad y del honor del pueblo, deben enviar a la policía contra el burkini como ya lo han hecho contra el velo o planean hacerlo contra la dieta sin cerdo en las escuelas públicas.

Contra esta respuesta de policía, cierta opinión ilustrada ha apuntado a un choque de derechos o de interpretaciones del mismo derecho a vestir como se quiera. Visto más de cerca, el asunto tiene una densidad cultural que afecta directamente a los derroteros de una más que delicada convivencia social. Para una mayoría de personas en Francia, y en muchos otros países, el burkini pone en jaque el orgullo por conquistar parcelas crecientes de libertad, especialmente en el terreno del vestir y de la presentación del cuerpo de las mujeres en el espacio público. Un largo proceso que ganó impulso en los años 60 con la minifalda y que ha transformado la cortesía del vestir femenino en Europa, América, Australia o Nueva Zelanda y entre otras muchas mujeres que viven en países más reacios como ciertos de confesión musulmana, la China postcomunista o la India de la tradición.

En paralelo, las playas o piscinas, los lugares del baño público, se han convertido en un espacio privilegiado para la presentación de ese cuerpo, masculino o femenino, desvestido. Una costumbre reforzada porque se asocia a las prácticas naturalistas e higienistas de la vida sana tan presentes en el origen del baño en las playas europeas desde la segunda mitad del siglo XIX.

Para el islamismo rigorista, el uso del burkini manifiesta que la mujer acepta como único lugar permitido para el erotismo la mirada de su varón. Al llevar esa mirada a las playas „o a las pistas de los juegos olímpicos„ la mujer tapada marca su diferencia con respecto al sentimiento del cuerpo de las demás. Es la religión tomando el baño, bronceándose al sol o jugando voleybol.

En el imaginario de la aldea global, el burkini „una prenda inventada por una australiana de origen libanés para introducir el decoro coránico en los lugares de baño„ es también una alternativa a las costumbres «decadentes» que expande o impone la sociedad de consumo.

La indignación en las playas francesas es difícil de entender desde la realidad española. Nuestra sensibilidad cultural es distinta. Los musulmanes españoles o residentes no militan de igual modo con sus costumbres. El Estado más que laico es aconfesional y tiene una relación distinta con el pluralismo religioso. La amenaza del terrorismo yihadista es menos cruel y, aparentemente, más distante. Nuestras playas, además, fueron un factor de modernización desde los años 60 y siguen siendo un lugar de acogida del turista casi sin limites como muestran, en otra dirección, los excesos suicidas o las infamias sexuales de Magaluf.

El desafío del burkini en Francia no tiene una solución fácil. Desde la política, suscita preguntas: ¿Por qué no tienen derecho a usar el burkini las mujeres europeas o francesas del mismo modo que lo tienen las que practican el top less? ¿No hay la misma libertad en mostrar todo el cuerpo, excepto el pubis y una parte de las nalgas, o solo el rostro, las manos, y los pies? ¿No hay la misma presión social en taparse que en desvestirse según los valores de cada contexto? Pero aplicar un choque de costumbres morales, una censura social, debilitará la confianza que exige la convivencia en nuestro mundo de migraciones y mestizajes culturales.

La ambivalencia política, la carga simbólica y el trasfondo emocional de este tipo de cuestiones requieren un tratamiento desde más puntos de vista. Dicho en otras palabras, no hay solución duradera sin el recurso a la inteligencia cultural „la aptitud que permite entrar en los contenidos de la diferencia sin el sentimiento de que están en peligro las raíces de la identidad„ por parte de los individuos pero también, y sobre todo, de los líderes sociales y las autoridades que manejan los mecanismos de la socialización.

Ciertamente, las matanzas espantosas de los yihadistas son una realidad tan terrible en Francia que parecen justificar una niebla conceptual como la que difumina el ejercicio de la inteligencia cultural y de la tolerancia generosa en el país vecino con respecto a muchas de esas diferencias cuando evocan la palabra islam. La paradoja, sin embargo, es que sin el ejercicio adecuado, y duradero, de esas dos prácticas nos queda la impresión de que estamos apagando un fuego y echando gasolina en otro.