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Contra el turismo sin remedio

La imagen de este verano la publicó este periódico: una cala de Xàbia atestada de pequeñas embarcaciones de recreo. Allí no cabía una tortuga. La comarca de la Marina, por lo visto, ha estado a reventar este agosto. Pero no solo. En Ibiza había que pedir reserva para comer en chiringuitos con una semana o más de antelación. A la playa de Illetas en Formentera no se podía acceder en coche más allá de las 11 de la mañana, una situación idéntica a la de las carreteras de acceso a las principales calas de Menorca, cortadas desde buena mañana. La ciudad de Palma y sus zonas turísticas cercanas han estado al borde del colapso, siendo así que ya nadie discute allí la reimplantación de la tasa por pernoctación e incluso estudian una moratoria hotelera siguiendo el camino de Barcelona.

En la capital catalana hace tiempo que es difícil sobrevivir del Paseo de Gracia hacia la Barceloneta, pero no en agosto, sino todo el año. Empieza a ocurrir lo mismo en Madrid, a lo largo del triángulo de los museos: el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía. Barcelona vende arquitectura y fútbol, Madrid exhibe pintura. Son dos ciudades de éxito universal que, al parecer, no pueden o no saben convivir juntas.

Peores colas que en el Prado se viven en el Louvre parisino, donde a pesar del clima de amenaza terrorista había gente a miles, como en un hormiguero: la cámara de la reina es de imposible acceso; a pesar de su traslado a una sala gigantesca, situada en un gran vano solo para ella, la turbamulta turística, armada de palos para selfis, se agolpa inmisericorde frente a la Gioconda. Los niños no entienden nada. Muy cerca está el retrato de Castiglione, otra obra maestra, insuperable, del genial Rafael. Y no hay nadie contemplándolo, nadie.

En Roma, la espera para visitar las Estancias Vaticanas supera las dos horas. Es imposible ver con un mínimo de calma la Capilla Sixtina. Florencia y Venecia han dejado de existir como tales, convertidas en parques temáticos. Hace años, un alcalde florentino se subió a un helicóptero para sobrevolar la ciudad con un urbanista: «qué podemos hacer», le preguntó; «nada, construir un duplicado», contestó con sorna el especialista. Ahora ya no hay ciudad en Europa con un mínimo de historia que se precie que no tenga al menos su principal arteria urbana peatonalizada y convertida en un bazar de baratijas y souvenirs.

J. K. Galbraith predijo que Europa se convertiría en la boutique del mundo. También. Oxford y Dover Street en Londres, Saint-Honoré y los Campos Elíseos en París, Monte Napoleone, Spiga y Sant´Andrea en Milán, Condotti en Roma, Sierpes en Sevilla€ Calles atestadas de tiendas, algunas exclusivas, las más pertenecientes a multinacionales, y entre ellas la gallega Inditex, desplegada por tres cuartas partes del globo.

Se han quejado los empresarios franceses de una caída del 10 % del turismo este verano por culpa de la amenaza yihadista. Si ha sido así no se notaba. El despliegue militar era bien visible, pero gente había por casi todos los rincones de Francia. Ni el terrorismo ni la crisis económica que parece no haber existido jamás han detenido al veraneante agosteño. Versalles estaba lleno de japoneses y chinos, en Mont Saint-Michel no se podía andar cuesta arriba, Biarritz era un colapso continuo de surfers y turistas bien. De Alemania y Centroeuropa no les puedo dar noticias personales, pero mucho me temo que destinos consolidados como Berlín, Múnich, Viena, Salzburgo o Praga habrán estado a reventar. Eso pasaba en la citada Londres, en Oxford, Canterbury, Cambridge, Stradford-upon-Avon€ por citarles solo algunas de las ciudades inglesas que más turistas atraen. Para entrar en San Sebastián durante las fiestas de agosto había colas de más de 20 kilómetros€

De la euforia turistizante no se libra nadie. Uno descubre una chocolaterie Bovary en Rouen, donde frieron a Juana de Arco pero nació Gustave Flaubert „y Hollande€„, o una boulangerie El Bolero en San Juan de Luz mientras busca curioseando las huellas de Ravel en este bonito puerto vascofrancés por cuya calle principal no se puede dar apenas un paso. Pero nada como la masiva presencia de Marcel Proust en la playa de Cabourg. El escritor que buscó a las muchachas en flor entre las dunas de Normandía se ha convertido en el reclamo del lugar. La arteria comercial de esta localidad costera está llena de colmados y cafeterías con la imagen lacónica de Proust que envuelve sus famosas madalenas. Uno se lleva a Proust en formato pastelero, en una bolsa de plástico con la etiqueta del autor y el reclamo «la auténtica receta de la abuela de Proust».

El turismo, querámoslo o no, se ha convertido en la gran industria de Europa. Hay lugares, incluso, cuyo único futuro parece ser apostar por desarrollar esa actividad. Entre otras ciudades, la nuestra, Valencia. No hay más solución, dicen. Nuestro refugio, como buenos seguidores valencianistas, será la melancolía, esa mirada proustiana sobre el discurrir del mundo, ahora mucho más rápido que entonces.

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