Hay que prevenirse de los chistosos profesionales, esos que a la mínima oportunidad te amenazan con contarte el chiste, según ellos, más gracioso del mundo. Peor aún: son esa clase de individuos que se ríen antes de tiempo, como si ya estuvieran celebrando con su carcajada estentórea la supuesta gracia del chiste que aún no han contado. Hay que convenir que circulan chistes muy logrados, pero lo cierto es que el chistoso profesional es un tipo muy pesado que suele malograr cualquier conversación aguda o llena de sabrosas anécdotas con su rosario de chistecitos que, en la mayoría de las ocasiones, no vienen a cuento. Un chiste casi siempre es un pegote en medio de una reunión de amigos, un triste salvavidas, una derrota, un acto de impotencia que se aferra a una frase hecha. La gente con gracia no necesita esas muletillas, pura ortopedia que sí necesitan quienes quieren ser nuestros amigos a toda costa y buscan la risa y, por tanto, la aceptación colectiva. Pero al final sólo hallan indiferencia o conmiseración. No digamos ya cuando el chiste en cuestión es de un mal gusto y de una crueldad dignos de un juzgado de guardia. Con estas gracietas se busca la risa ruin y rastrera. La risa de la hiena.

La imbecilidad es asunto muy viejo y sigue vigente. La imbecilidad no pierde fuelle y se mantiene, la muy imbécil, siempre joven y dispuesta a arrimar el hombro en los momentos más difíciles. Siempre la tenemos a mano. Dicen que Umberto Eco se puso apocalíptico al afirmar que estamos invadidos por la imbecilidad digital, que es como decir la imbecilidad pura y dura pasada y distribuida por las redes sociales. Puede ser que la edad le haga a uno un pelín cascarrabias, lo que no quita que ese cascarrabias pueda estar cargado de razón. Es natural que así sea. Antes de la era digital, la imbecilidad también existía, pero su existencia se encontraba más restringida y acotada, más acantonada y, por tanto, no fluía con tanta rapidez y alegría. Lo mismo que la belleza y la inteligencia, que de todo hay en la viña. Ahora bien, recrearse y hozar en la vulgaridad con el objetivo de ser celebrado y reído por cuatro gañanes de cerebro esponjado, es un asunto bastante triste. Más que triste, tétrico. Un humor de mierda, por decirlo con delicadeza. Un humor, si humor es, de gorila engreído. Porque aquí, además del concejal Zapata, ha metido la pezuña una ristra de sujetos con cargos políticos que, con sus comentarios soeces y brutales, podrían muy bien haber desaparecido del mapa. A diestra y siniestra. Y cuando digo «desaparecido del mapa», quiero decir: dimitido.

Y no estoy hablando aquí de simples chistes, sino de afirmaciones tajantes. La lista de barbaridades es larga y jugosa. Aun así, hay que huir de los chistes malos como de la peste, pero no sólo por la crueldad implícita o explícita que conllevan, sino también por su falta absoluta de humor. Pero como España es un país de bandazos, es natural que por la mañana uno se levante ácrata y libertino, mofándose de cualquier institución y bailando alegremente al son del sacrilegio y la blasfemia y, a medida que va pasando la jornada, este mismo individuo vaya inclinándose hacia la pureza y el castigo, hacia una cierta actitud inquisitorial que no deja pasar ni una.

Lo estamos viendo ahora mismo: como hemos sido un país de corruptos indomables, ahora es el turno de la penitencia y del latigazo en la espalda. En fin, entre el fornicio atolondrado y el cilicio. España. De la manga excesivamente ancha al rostro severo del pequeño y chupado Torquemada. De ahí que sea mucho más peligroso el sabueso que husmea errores y meteduras de pata que el propio autor de las mismas. Rastrear incorrecciones políticas revela una voluntad inquisitorial altamente antipática. Cuando la manada acorrala al individuo, por muy pecador que éste sea, uno se pone del lado del individuo asediado, aunque tal individuo se haya pasado de rosca. Porque cebarse con alguien que ha patinado también es pasarse de la raya.

En cualquier caso, sean bienvenidos los seres con gracia que no necesitan de la muleta constante del chiste de turno. Porque ya estamos hartos de tipos burdos que imponen en la conversación o en la fiesta, y que nos cortan el baile, la fórmula de su chiste que, según ellos, es para morirse de risa. En este caso, de asco. Y cuando se les acaba el repertorio se quedan ahí, mustios o, peor aún, con cara de estar maquinando el próximo chiste. Pero también estamos hartos de los inquisidores de última generación, esos seres iluminados por la pureza y siempre dispuestos al castigar al prójimo.