Como han dicho las asociaciones de mujeres en sus alegaciones, el proyecto de Orden que va a establecer la configuración de la Red de Atención Social Integral a Víctimas de Violencia de Género ha sido, al igual que la convocatoria de ayudas para la promoción de la igualdad y el asociacionismo de mujeres, presentado con agostidad y a sabiendas que las personas interesadas y las militantes feministas podían estar disfrutando de unas merecidas vacaciones.

Pero además, en primer lugar, se podría haber denominado Red de Atención Social para mujeres que sufren violencia (aunque, efectivamente, el principal tipo es la de género; es decir, la ejercida por parte de sus parejas y exparejas, también se atiende la cometida por otro tipo de agresores). Así mismo, se debería haber evitado la palabra víctima porque (a excepción del ámbito del derecho) es del todo inadecuada, tratándose de servicios sociales, donde es necesario entender a las mujeres como sujetos activos, capaces de emprender procesos para conseguir sus objetivos y metas, siempre y cuando se les proporcionen los recursos necesarios y las ayudas adecuadas.

En segundo lugar, centrándonos en la historia reciente y en los centros residenciales, una vez instaurada la democracia y con la aprobación del estatuto de autonomía, se traspasan tanto las funciones y competencias estatales en materia de protección a la mujer como los servicios sociales. Sin embargo, las mujeres siguieron y siguen siendo ingresadas en los mismos centros de órdenes religiosas femeninas que lo había estado haciendo el Patronato de Protección a la Mujer franquista, para educarlas en la moral católica. Pero también, para evitar abortos y que su descendencia fuera adoptada por buenas, cristianas y, sobre todo, caritativas familias.

Obedeciendo a la primera ley de servicios sociales (1989), se establece la primera tipología de centros residenciales para mujeres, que distingue entre casas de acogida para mujeres en situación de emergencia y residencias materno-infantiles. Con el cambio de gobierno autonómico, en el año 1997 se aprueba la segunda, aunque hasta 2003 no aparece la nueva reglamentación de la misma. Ésta centraliza todos los recursos residenciales para mujeres en la Dirección General de la Mujer y establece los mínimos materiales de las instituciones, que por cierto apostaba por una habitación para cada unidad familiar. Sin embargo, como eso no se daba en la práctica, en 2005 se modifica la normativa en el apartado relativo a la habitabilidad de las viviendas tuteladas, estableciendo que las habitaciones serán ocupadas preferentemente por una única unidad familiar, así podemos entender la intimidad de la que han venido disfrutando las mujeres acogidas.

Por su parte, la orden de 2003 también establece las ratios de personal, su cualificación profesional y la segunda tipología, que diferencia entre: casas de acogida para mujeres en situación de emergencia, centros de acogida y pisos tutelados (que ya habían ido proliferando a iniciativa de distintas ONGs para acoger a las mujeres que no tenían donde vivir cuando salían de los otros centros). Aunque, en 2012 se aprueba la ley integral de violencia sobre la mujer, no se realiza ningún desarrollo reglamentario en referencia a los servicios residenciales, sólo se establece una nueva tipología: centros de emergencia, centros de recuperación integral y viviendas tuteladas.

Aunque a lo largo del periodo temporal señalado se ha venido intentando que unos centros se dediquen exclusivamente a la violencia y otros a los procesos de exclusión, la realidad es mucho más compleja que las clasificaciones. Es más, y este es uno de los errores más importantes del borrador de la nueva orden, por ceguera y falta de análisis. La distinción entre centros de exclusión social y violencia de género no tiene sentido, ya que sólo ingresan por sufrir violencia las mujeres en procesos de exclusión social; es decir, las que no tienen recursos económicos ni redes sociales y familiares. Pero además, prácticamente todas las mujeres cuyo ingreso se produce por riesgo de exclusión social han sufrido, en mayor o menor medida, algún tipo de violencia, sobre todo, de género.

Respecto a la formación de las profesionales, suelen estar mucho más preparadas de lo que se les ha exigido y, desde luego, de lo que se les ha remunerado, prácticamente todas contratadas en categorías profesionales inferiores a su formación y funciones por órdenes religiosas, ONGs y empresas privadas que gestionan todos (cuando digo todos no es metafórica, sino literalmente) los recursos autonómicos específicos de mujeres, así como cualquier otro tipo de servicio de limpieza, catering, etc.

Otro de los graves errores del nuevo proyecto de orden, en relación a las usuarias, es que siguen las pautas de separación de las mujeres menores de edad. ¿Las menores siguen estando en los centros Provida que montó el anterior gobierno autonómico para controlar sus embarazos? ¿La administración pública como responsable de las menores tuteladas embarazadas está respetando sus deseos y apoyando sus decisiones u obligándolas a ser madres para seguir dando sus bebés a buenas y normalizadas familias?

La institucionalización es carísima, qué no se podría hacer con este dinero desde el ámbito comunitario. Realizando un acompañamiento, facilitándoles los recursos y empoderándolas para que puedan tener una vida autónoma, digna y libre de violencias machistas. Y no se vean obligadas a volver con los agresores por falta real de alternativas y apoyo. No son pocas las veces que sufren victimización secundaria o violencia institucional, que les produce igual o más dolor que los malos tratos físicos, porque como ellas dicen: las heridas se curan.

En los recursos residenciales, más allá de promover su autonomía, pasan de depender del agresor a hacerlo de la institución. De hecho, tanto las mujeres como su descendencia están controladas en todo momento por las profesionales, que incluso llegan a decir: los centros para los agresores, que son los que han cometido el delito. Pero además, la vida en ellos es muy difícil, a la falta de intimidad se suman las dificultades de convivencia con las otras compañeras, las normas rígidas y horarios estrictos y lo verdaderamente importante, es que ellas no quieren vivir en los centros, no quieren estar institucionalizadas.

Las mujeres en situación de exclusión social y/o que sufren distintos tipos de violencia tienen derecho a ser protegidas y ayudadas en sus casas o donde ellas decidan vivir y la administración tiene la obligación de protegerlas y facilitarles viviendas sociales (como se han comprometido en las dos leyes de igualdad: autonómica 2003 y estatal 2007, en las dos leyes contra la violencia: estatal 2004 y autonómica 2012 y en todos los planes de igualdad y contra la violencia estatales y autonómicos).

Para finalizar este artículo, aunque no todo lo que cabría decir respecto a los derechos de las mujeres sin recursos y a la violencia institucional que vienen sufriendo, este tipo de institucionalización específica es un mecanismo de control, que pervive y evoluciona adaptándose al discurso del poder respecto a la protección de las mujeres.

Como han dicho las asociaciones de mujeres en sus alegaciones, este proyecto de orden, lejos de poner patas arriba el consolidado sistema implantado por la anterior administración autonómica, viene a legitimarlo, para que nada cambie, para que todo siga igual. La anterior directora general de l´Institut de les Dones y per l´Igualtat de Gènere ha sido muy poco sensible al tema, esperemos, por el bien de las mujeres más vulnerables y de todas en general, que no pase lo mismo con la actual.