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No sé qué decirle

Si removiéramos la tierra de los jardines de una urbanización cualquiera, hallaríamos cosas sorprendentes. Cadáveres de gatos y de perros, por ejemplo. Hay un servicio gratuito de los ayuntamientos que se encarga de recoger e incinerar a las mascotas muertas, pero es más fuerte el atavismo de tenerlas cerca, aunque ya no sean capaces de maullar pidiéndonos la comida ni de darnos la patita para demostrar sus habilidades. Encontraríamos también un número considerable de loros y de canarios, quizá alguna tortuga, algún hámster y, excepcionalmente, desde luego, algún marido, alguna esposa, algún padre, alguna cuñada? La gente confía mucho en la discreción de su jardín, más que en la de su caja fuerte, que en ocasiones entierra también debajo del pino, repleta de dinero negro o de documentación comprometida. Dentro de miles años, cuando los antropólogos, al excavar, den con uno de estos yacimientos de antiguos adosados, se quedarán sin respiración al ver lo que la gente confiaba a su subsuelo.

Yo entierro libros. A la vista de que no me puedo desprender de ellos (no los quieren ni en las bibliotecas), y que no me caben en la casa, los envuelvo en gasas, para que se momifiquen, hago un agujero de dos palmos o más, según el grosor del volumen, y los abandono a su suerte. He comprobado que la hierba crece mejor sobre unos títulos que sobre otros. Es más, he advertido que algunos títulos matan cualquier vegetal que intente medrar sobre sus páginas, trátese de una hortensia o de un geranio. La idea de enterrar libros, en lugar de quemarlos o guillotinarlos, me hacía gracia hasta que los gatos del vecindario comenzaron a desenterrarlos, ignoro si con intención de leerlos o qué.

Hay mañanas en las que me asomo al jardín y aparecen cuatro o cinco volúmenes sobresaliendo del césped como esa mano del asesinado que tarde o temprano brota entre dos flores. Su aspecto es infernal, pues la humedad hincha el papel otorgando a las páginas un aspecto de vísceras sobre las que los moscardones se comen las letras. A los pocos días de inhumarlos devienen en auténticos cadáveres. Mi mujer ha empezado a verlos y me ha preguntado que de qué va esto. Con franqueza, no he sabido qué decirle.

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