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Matías Vallés

Ágatha y Pedro J., el no matrimonio ideal

Conocí a Ágatha Ruiz de la Prada antes de que lo hiciera Pedro J. Ramírez. Era musa de una movida en su apogeo, entablamos algo parecido a una amistad que pervive. Sin embargo, el siguiente contacto se estableció a través del editor, cuando ya estaban felizmente no casados. Le acompañé en su búsqueda de un chalet por el litoral mallorquín. Acabaron quedándose con uno de los mejores, pero llevaba incorporada la piscina que adquiriría proporciones de conflicto mundial.

Ni Pedro J. ni Ágatha han rehuido jamás una buena pelea, pero el clisé sobre quién manda aquí se invertía cuando estaban juntos. En una cena de tronío, la diseñadora se defendía felina de unos ataques en prensa. Su no esposo atajaba con espíritu moderador:

-Ágatha tiene el defecto de creerse todo lo que publican los periódicos.

Ágatha interpretaba a la persona adulta, Pedro J. jugueteaba a travieso Tom Sawyer, en una imagen chocante para quienes han sufrido al director. Él es un excelente negociador que conquista por la ironía -"Aznar cree que nos debe la presidencia, y tiene motivos para creerlo"-, ella no regatea. A él le cuesta mirar a los ojos, ella nunca baja la mirada porque se siente siempre dueña de la situación. Se midió desde el principio de su fama a Francisco Umbral, está dicho todo.

El no matrimonio ideal de Pedro J. y Ágatha es la novela más trepidante de la España contemporánea. Cuando les fulminó Exuperancia, voltearon la situación con un libro superventas. El periodista mitómano debía pensar por fuerza en su admirado Henry Luce, creador del imperio Time y casado con la espectacular Clare Boothe Luce.

Solo el matrimonio podía acabar con ellos. En efecto, se mustian un mes después de contraerlo. Thomas Mann asociaba la convivencia con un gran hombre a "la derogación permanente del propio ego". Vale para una gran mujer. Era Ágatha quien, no importa donde cenáramos, sugería mejoras para la decoración del restaurante y se ofrecía a implementarlas.

Pedro J. le descolgaba el teléfono al Rey o a Bono, pero la encargada de defender la piscina era Ágatha. Prefería la intuición en bruto, el periodista necesita barnizarla de humus de biblioteca como si se avergonzara de su instinto. Cuando conocí a la diseñadora, todavía ni lo era, y Pedro J. perseguía a Ana Obregón tras el estreno de una película de Jaime Chávarri. Todo ello ocurría en el mismo Club de Mar donde un día el gigantón Felipe de Borbón compareció junto a su desconocida primera novia, Isabel Sartorius.

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