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Los votantes de Trump

Un domingo de agosto vi a una pareja muy joven con un cochecito de bebé paseando bajo el puente del ferrocarril en Clinton, una pequeña ciudad de Nueva Jersey. Recuerdo los feos edificios con las ventanas rotas, el puente lleno de hollín y pintadas obscenas, los coches aparcados en un descampado por donde vagaban los perros. No sé adónde iría aquella pareja, pero nada hacía pensar que pudiese ser un sitio agradable al que nos apetecería ir a cualquiera. La calle era fea, el barrio era feo y la ciudad era fea. Nueva Jersey es uno de los muchos estados americanos que desde hace años iniciaron el lento declive hacia la nada: desde que cerraron casi todas las fábricas y se trasladaron al otro extremo del mundo, apenas conserva actividad industrial de ninguna clase. Bruce Springsteen compuso The River inspirándose en su hermana y su cuñado, una pareja de Nueva Jersey que tenía que vivir en un mundo de fábricas que iban cerrando y de escasas perspectivas laborales, igual que esa otra pareja que paseaba con su bebé bajo el puente del tren. Han pasado casi cuarenta años desde que se publicó The River y las cosas no han mejorado en absoluto. O incluso han ido a peor.

Imagino que la pareja que paseaba bajo el puente del tren vivía de los trabajos esporádicos y de las ayudas sociales que les daban en la oficina de la Seguridad Social, esa oficina donde todos los letreros están escritos en inglés y en castellano y donde los inmigrantes con papeles o a veces incluso sin papeles reciben las mismas ayudas que ellos, o incluso más. Y eso sin contar que los inmigrantes también reciben la ayuda de las organizaciones de beneficencia y cuentan con el dinero que sale de las colectas de las iglesias y pueden recurrir a los programas de integración escolar. Esa pareja, en cambio, no puede aspirar a ninguna clase de beneficencia porque no está considerada en riesgo de exclusión social, aunque apenas haya diferencias entre su vida miserable y la vida miserable de muchos inmigrantes. Unos y otros son pobres, pero unos están protegidos por el discurso imperante de la corrección política por inmigrantes, por excluidos, mientras que los otros no se sienten protegidos por nadie. Y de ahí, de esa rabia sorda que se ha apoderado de los pobres que ni siquiera tienen derecho a considerarse pobres, surge el odio incontrolable que no para de crecer, sobre todo si alguien está dispuesto a atizarlo y ha manipularlo constantemente. Y ese alguien, cómo no, se llama Donald Trump. Me juego lo que sea a que esa pareja de Clinton, Nueva Jersey, habrá votado a Trump.

Sus críticos se preguntan estupefactos cómo es posible que un tipo «arrogante, fatuo, mentiroso, xenófobo, machista, racista, hortera, ignorante y cutre« cito textualmente, pueda haber llegado a la presidencia de Estados Unidos. Pues muy bien, por la sencilla razón de que la gente no es ese ente platónico inventado por cierta progresía que se correspondería con una criatura pura e incorruptible, sino un conglomerado de individuos en el que abundan las personas xenófobas, machistas, fatuas, ignorantes y horteras. Y por eso mismo, Donald Trump ha sabido conectar con un gran número de personas que no se veían representadas por ningún grupo político y que no iban a votar jamás. Esas personas viven en un mundo que cambia de forma vertiginosa y en el que ya no hay certezas que les sirvan. Esas personas se consideran cien por cien americanas pero viven como si fueran marginadas sin derechos. Esas personas se sienten desprotegidas y olvidadas. Y ahí es donde ha aparecido Trump y su recurso al odio y su elogio desmedido de la ignorancia.

Trump es un bocazas que utiliza un lenguaje mucho más a la izquierda de lo que nadie se ha atrevido a usar jamás en Estados Unidos. Da igual que sea un millonario sin escrúpulos, porque ataca a los ricos, ataca a Wall Street, ataca a los intelectuales que van a la universidad y ataca a todos los que viven rodeados de privilegios. Es muy fácil ser progresista cuando uno vive en Manhattan o en San Francisco y tiene un buen trabajo y se halla a gusto con su vida. Pero hay que pensar en la gente que vive cerca del puente del ferrocarril en Clinton, Nueva Jersey, o en Virginia Occidental el estado más pobre de la Unión, o en esos lugares en los que uno sólo puede aspirar al aburrimiento perpetuo o a la metanfetamina o a comprarse una pistola para ir pegar tiros al bosque más próximo, porque ahí es donde el discurso de Trump encuentra sus votantes más entregados.

Irresistible ascenso del odio. Su elección no puede entenderse si no se tiene en cuenta la irrupción del odio „un odio ciego, incendiario, destructivo„ como elemento indisoluble del debate político, y no sólo en Estados Unidos sino en Europa y también en España. Aquí, entre nosotros, el espíritu de la Transición consiguió diluir el odio, pero en estos últimos años, justo cuando se está poniendo en solfa el régimen del 78, el odio está saliendo a la luz con una furia inusitada. El otro día vi una entrevista con el Gran Wyoming en televisión. Toda la entrevista destilaba odio, un odio tan tóxico como el veneno de una serpiente cascabel. Y lo peor de todo eran las mentiras y manipulaciones, todas tan desvergonzadas como las de Donald Trump. En un momento dado, Wyoming hasta llegó a decir que «el PP genera muerte», así tal cual, pero el entrevistador se lo dejó pasar tan tranquilo y nadie se atrevió a desmentirlo. Hasta hubo risitas y gestos de aprobación en el plató. Y eso que Wyoming es rico, tiene una novia guapa y hace lo que le da la gana. Si esto es así, imaginen el odio que sentirá un granjero de Virginia Occidental que pesa 128 kilos y tiene una mujer que pesa 153, y encima ha de sobrevivir con mil dólares al mes en un pueblo donde no hay ni supermercados ni tiendas porque todas han cerrado.

De repente, el mundo se ha vuelto un lugar muy complejo y todos tenemos la extraña sensación de vivir a la intemperie. Y además, cada vez hay más gente incapaz de aceptar cualquier clase de frustración, por pequeña que sea, igual que los adolescentes enganchados al móvil y a su cuenta de Instagram. Y peor aún, millones de personas no saben distinguir ya la verdad de la mentira porque han aprendido a vivir mucho más a gusto rodeados de mentiras. Y si a eso sumamos la desaparición de un estilo de vida que creíamos inamovible, que está siendo sustituido por algo que todavía no sabemos muy bien qué puede ser, la sensación de desconcierto, de rabia y de simple locura se está extendiendo por muchos lugares que hasta ahora parecían a salvo.

En Estados Unidos, Donald Trump ha construido un discurso que halaga los oídos de mucha gente que desprecia a los poderosos y que no tiene ninguna confianza en las instituciones. Y ese discurso de bocazas suena a verdadero cuando se compara con la sosería impregnada de superioridad moral de la omnipresente corrección política. Hace ocho años, el discurso de Barack Obama era un discurso políticamente correcto, claro que sí, pero al menos estaba inflamado por una elocuencia shakespeariana que podía exhibir al propio Obama como ejemplo de lo que decía. En cambio, Hillary Clinton es un robot que repite mensajes sin vida que nadie se puede creer si no está ya previamente convencido. Frente al odio y a la charlatanería de Trump no ha habido nada más que frígidas frases hechas y anodinos lugares comunes. Y así estamos: cada día que pasa vamos retrocediendo más hacia los fatídicos años 30. Mal asunto, sí, mal asunto.

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