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Matías Vallés

Dylan es Picasso, Cohen es Bacon

Al adentrarse en «la noche sin fin» que canta en su último disco, Leonard Cohen concluiría socarrón que ha sido la primera víctima de Donald Trump. Sin embargo, el autor del equívoco Flores para Hitler se guardaría de atizar la histeria contra el payaso presidente. En su gira de septuagenario avanzado se presentaba a las multitudes juveniles con un «perdonen que no me haya muerto». Todas las mujeres occidentales han padecido un novio depresivo, al que tuvieron que abandonar porque no solo prestaba más atención al poeta canadiense que a su compañera, sino porque además pretendía contagiarles la monótona fascinación. El salmo o canción de hoy se titula If it be your will.

Cohen es mayor que Dylan, pero se lanzó a la música gracias al precedente del judío al otro lado de la frontera. «Dylan es Picasso», sentenció Cohen. Por lo tanto, Cohen es Bacon. La facilidad feliz y fértil del genio mozartiano, frente a la introspección intransigente del poeta con la cruz a cuestas. Al igual que los primeros cristianos, Cohen hizo que la muerte fuera sexy, descargándola de la pesadumbre de la inevitabilidad. De ahí arranca la euforia irónica que comparte con el pintor de las reses descuartizadas. Cohen y Bacon han explorado la «hilaridad de la desesperación», esa «exhilaration of despair» que acuñó Bacon pero que debió llevar la firma de Cohen.

Dylan cantó en un disco de Cohen, el Death of a Ladies´ Man que chamuscó Phil Spector y que detestan los entusiastas del cantante como icono fúnebre. Sin embargo, los herejes aprobamos una obra maestra que concreta una de las relaciones intelectuales más fascinantes del siglo pasado, por no hablar de la presencia de Suzanne en la portada. Cohen no solo era bíblico en su mitología, sino en la absorción deliberada y pausada que transmitía a sus creaciones poéticas. Dylan es fugaz y relampagueante, un brillo que se niega al contenido. En los años noventa, Dylan y Cohen toman un café en París, tras un concierto del primero. Dylan había incluido en su repertorio el Hallelujah que el canadiense cometió la indiscreción de confesar que había dedicado a Janis Joplin. El competitivo Dylan le preguntó cuánto tiempo había tardado en escribirla. «Un par de años», le replicó Cohen, y se quedó corto frente a la cocción lenta de su poesía. Cohen devolvió el cumplido a Dylan, alabando el tema I and I. Le preguntó cuánto tiempo le había llevado. «Quince minutos», replicó el Nobel. De nuevo, el Picasso que expone todo lo que produce frente al Bacon que destruye su producción por insatisfactoria.

Dylan necesitaba saber que era superior a sus competidores. Se puso histérico con el amanecer de Donovan, cruzó sables con los Beatles. A Cohen le bastaba convencerse de que ofrecía la mejor versión de sí mismo, y de que solo Dylan podía superarle. «Todo el mundo está interesado en Dylan, pero es agradable que Dylan se interese por mí». Cohen se sometió a todas las drogas y fármacos del armario del cuarto de baño. Enumeraba el recetario sin prejuicios en sus conciertos. Sin embargo, la química fallaba porque «el humor insistía en contaminar» esa densa marea estupefaciente. Toda madre occidental le ha ordenado a su hijo que baje el volumen de ese ronquido triste, todo padre ha cerrado directamente el reproductor. Existe la tentación de pensar que Cohen se limita a retratar la vida y la muerte. Falso, describía la contemporaneidad con mayor fidelidad que el New York Times, pero sin mancharse de prosa. Sus versos de Anthem „«hay una grieta en cada cosa, así es como entra la luz»„ han sido reproducidos en infinidad de guiones, artículos y comentarios, no siempre citando su procedencia. Son la mejor definición de la condición bípeda desde que Kant aludió a «la madera retorcida de la humanidad».

Cohen entendió toda su obra como una preparación gozosa para el día de hoy, el final de partida. «Me levanto de la mesa, estoy fuera de juego». Desaprobaba a los discípulos y seguidores, predicaba la trascendencia de la ambigüedad. Dylan sostiene que las canciones de Cohen son oraciones. Otra vez la competitividad exacerbada, que disfraza un sarcasmo de elogio. Cohen accedería a transformar sus versos en plegarias, a condición de que fueran desatendidas porque había leído a Santa Teresa. En la canción que da título a su disco de réquiem, You want it darker, Cohen repite la fórmula «Señor, estoy preparado». Se ha entrenado durante 82 años para morir con una sonrisa.

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