En Arnhem (Holanda) la antigua iglesia de San José, con capacidad para albergar mil fieles, es ahora un centro de patinaje en el que los mosaicos religiosos contemplan los juegos inverosímiles de los chavales sobre monopatines. En Edimburgo, una antigua iglesia luterana se ha convertido nada menos que en el Bar Frankenstein, donde a medianoche desciende de la techumbre una figura del famoso personaje. Como una muestra más, en Bristol (Inglaterra) la antigua iglesia de San Pablo se transformó en una escuela de circo. Son ejemplos de una nueva desamortización (al parecer irreversible), causada por la falta de vocaciones y la disminución de asistentes. Hasta el punto de que en Alemania, la Iglesia Católica cerró más de quinientos templos en tan sólo una década; en Inglaterra se abandonan veinte cada año; y en Holanda se espera la clausura de dos tercios de sus mil seiscientos oratorios.

Ante este escenario „hasta hace poco difícilmente previsible„ cabe preguntarnos si en los países del sur de Europa, en los que la situación aún no es tan acuciante, cabe plantear iniciativas que sean menos discordantes. Al enjuiciarlo, no podemos olvidar que entre nosotros tuvimos antecedentes patrimonialmente dramáticos. Recordemos las consecuencias sobre nuestros monasterios de la desamortización de 1835, que si bien en algunos casos pudieron sortear las circunstancias más adversas (Sant Jeroni de Cotalba, el Convento del Carmen, que desde 1848 a 1946 albergó a la Academia y por tanto, también a la enseñanza de las Bellas Artes); en otras muchas coyunturas, no fue así. Tal ocurrió, en la Cartuja de Vall de Crist (S. XIV), de Altura; Santa María de la Valldigna (S. XIII- XIV), de Simat; el Monasterio de la Murta (S. XIV y XV, tan protegido en su tiempo por la familia Vich) de Alzira; incluso por otras circunstancias, en la iglesia de San Juan del Hospital de Valencia (S. XIII), que llegó a transformarse en el cine-club Sare, hasta 1966.

Es decir, tenemos una triste tradición que nos debe servir para reflexionar al contemplar lo que ocurre, unos momentos antes de que también entre nosotros, se extienda ese abandono de fieles que nos asoma imparable. Inicialmente, parece impensable, ahora, una inversión onerosa de mantenimiento indefinido, que se alejara de lo soportable. Por ello estamos ante el importante reto de hacer a los edificios sostenibles; porque, sobreañadido a su estricta condición monumental, sobrevuela sobre numerosos de ellos el peligro de perder sus valores inmateriales, dejando en el olvido una larga sucesión de acontecimientos y vivencias.

De proceder como en los casos de las ciudades europeas previamente comentadas, la sola arquitectura devendría en contenedor, en esqueleto, en urdimbre que distancia de cualquier lectura ante la potencia instrumental de sus nuevos cometidos. Y, entonces, entretanto se conserva la fábrica constructiva, su biografía se aleja del imaginario colectivo para trasladar su interpretación sólo al ámbito de los especialistas o de los iniciados. Por ello, el reto a mi juicio, es adaptarlos conservando en cada caso su capacidad de sugestión, aquella que nos enlaza con su historia, porque si de algo no nos podemos desprender, es del más mínimo valor identitario en este universo globalizado e imparable, en el que las influencias dominantes tienden a neutralizar cualquier singularidad, para imponer un consumo supuestamente estetizado.

En este espacio complejo que se nos viene encima, el primer monumento sobre el que podemos ejercer una acción de gran calibre „antes de que su deterioro sea comparable al de aquellos otros que, forzados en su día, fueron exclaustrados„, es el del Monasterio de la Trinidad (S. XIII-XV). Hace ya algún tiempo (Levante-EMV, 29 de marzo de 2015), la Academia se manifestó en favor de una intervención en él, vinculada a la ampliación del Museo de Bellas Artes. Por fortuna, después de insistir en la propuesta (incluida en su cuidado estudio museográfico), parece que despierta interés en sus actuales responsables. Pero el asunto es tan importante para ambos espacios culturales, que no puede quedarse en una sucesión de intenciones cuando las aguas ya filtran las techumbres del cenobio. De tal suerte, que ésta u otra adecuada solución adaptativa, debería ser tomada como un test para juzgar las inversiones; como una prueba de eficacia tanto de la Iglesia como de las administraciones concurrentes, ante los propios ciudadanos.

Debemos tomar las mejores decisiones; dar ejemplo, y sentar positivos precedentes, porque vamos a estar ante otras muchas muestras semejantes en un camino largo, y este puede ser el primer gran match de nuestro propio reto.