Un conjunto de razones -o, si se quiere, de sinrazones- ha dado lugar al confusionismo reinante en nuestro tiempo en materia de creencias. Se cree, en efecto, lo que se oye. Sobre todo, lo que se oye en ciertos medios que tienen la facultad de entrar en nuestras casas sin excesivos miramientos. Y así, gracias a ellos, podemos disfrutar de un espectáculo, prácticamente continuo, en el que todo se nos da servido para ahorrarnos el esfuerzo de pensar. Asombra constatar cómo se ha ido tejiendo la idea de un seudoliberalismo absurdo, que nada tiene de liberal, si por liberal se entiende el pensamiento económico que bendice la competencia, siempre que se respeten las leyes éticas que su ejercicio cabal lleva aparejadas. Porque confundir sin más la libertad de mercado con el juego de ventaja, dándola por buena, equivale a regocijarse de la libertad del zorro en un corral de gallinas. Lo que no merece mayor comentario, pese a resultar un ejemplo sobremanera esclarecedor. De nuevo resulta oportuno repetir que una buena imagen vale más que mil palabras. Y algo parecido ocurre con la llamada globalización, que es un truco verbal con el que se pretende hacer pasar por verdadero lo que es, con toda evidencia, falso. Porque falso resulta, por ejemplo, hacer creer que, en nombre de la libertad de mercado, tiene Europa abiertas las fronteras con el mundo entero, para que por ellas entren sin condiciones toda suerte de productos procedentes de los llamados países terceros. Y que lo mismo ocurre con los Estados Unidos de América o con Japón. Nada se dice, sin embargo, de que son, éstos, países donde rige el más cuidadoso y puntual proteccionismo, en defensa de los puestos de trabajo. La globalización existe, claro está, pero sólo es determinante allí donde los intereses de algunos de los llamados poderes fácticos coinciden.

Lo demás no son sino sutilezas de esa propaganda que lanzan al viento los supuestos liberales, cuya falta de escrúpulos les lleva a no distinguir entre cementerio y mercado. Pero, claro está, los grandes dialécticos del comercio siempre encuentran recursos, que son además resquicios para introducir figuras literarias, más o menos afortunadas, y destinadas a ganar el favor de eso que se llama opinión pública, que, por lo general, es una opinión hablante y no una opinión pensante. ¿De qué se trata? Se trata únicamente de ocultar que aquellos productos hechos en países donde los salarios son más bajos desplazan fatalmente del trabajo a quienes perciben salarios superiores. Y se trata también de hacer creer a esa opinión que toda bajada de los precios es buena para el consumidor, lo que a su vez oculta la gran cuestión: ¿puede alguien a la larga ser consumidor de cosa alguna si no tiene trabajo? Sabemos, faltaría más, que el problema se resuelve bajando los salarios en el país rico, justo allí donde estén más altos. Pero ¿está el consumidor del país más rico, los ojos fuera de sus órbitas ante la gran vitrina del supermercado, pensando en ese riesgo a la hora de comprar? El asunto tiene, además, otros alcances. Se nos dice, por ejemplo a los españoles, que pertenecemos al bloque europeo y que nos encontramos, por lo tanto, al abrigo de cualquier asechanza proveniente de otros bloques, tales como el americano o el asiático. Se da por sentado, por añadidura, que dentro de cada bloque las condiciones son homogéneas, y que para un industrial español -por hablar de un caso concreto- lo importante es conjurar el peligro japonés o americano. Del oriente asiático se habla más bien poco, porque de esos países, al parecer, interesa a todos importar cosas baratas, hechas muchas de ellas con patentes europeas, para que después puedan circular libremente en el interior del bloque comunitario, compitiendo con ventaja; con la ventaja de haber sido hechas con salarios mucho más bajos de los que rigen por los pagos europeos. Entre nosotros, en España, parece claro que para que todos estos intereses comerciales se desarrollen sin trabas han sido necesarios abundantes eslóganes y variadas metáforas, partiendo del supuesto principio de que el consumidor es el rey. Y así, entre libertades, globos y bloques, se ha ido tejiendo una copiosa colección de buenas razones, hasta convertir la leal y sana competencia en un colosal juego de ventaja de algunos, para nada ajeno al hecho moralmente injustificable de hacer de España el país comunitario donde el número de parados, en la rama industrial, sea el más alto de Europa. Todo esto, sin contar con las ventajas competitivas que en el interior de la Unión Europea se han reservado, durante la friolera de treinta años, algunos países. Las cuotas lecheras, o derechos cuantitativos de producción de leche y las restricciones a la producción azucarera de España son un buen ejemplo. Nada nos gustaría más que poder creer en la bondad intrínseca del mercado a la hora de la construcción europea. Pero nos parece que el mercado y su funcionamiento son siempre consecuencia de una acción política previa en la que se determina el marco y sus condiciones, y no al revés. Porque pedir que esa noción abstracta llamada mercado arregle los desperfectos de la competencia es como pedirle al mar que saque del fondo a navegar los barcos hundidos en la tempestad. De igual forma, poco sentido tiene que el país cuyo índice de paro se incrementa, por mor de la competencia con otros países de fortaleza superior, deba por sí solo hacer frente al coste material del desempleo resultante de su objetiva inferioridad competitiva.

Eso es imposible, y equivale, además, a pretender imponer la cuadratura del círculo. Nos reafirmamos, por tanto, en la convicción de que la actual tentativa de una construcción europea, por la vía preferente de un mercado común, está condenada al fracaso en un tiempo para nada remoto. Porque de la misma manera que son los bueyes los que han de preceder al carro, así el designio político de Europa debería ser previo a la construcción de un escenario para la confrontación económica, que más que un escenario acabe por ser un camposanto. Entretanto, no estaría de más comenzar a pensar en otras alternativas. Por ejemplo, la de buscar la complementariedad entre países y disminuir la obsesión por la llamada competitividad, dado que vivir es antes que competir. Pero este asunto es muy nuevo, y podría resultar sorprendente. Así es que demos tiempo al tiempo, aunque tengamos mucha prisa.