Uno de los temores que han manifestado las personas preocupadas por la victoria de Donald Trump en las elecciones del 8 de noviembre se refiere a su capacidad para ejercer la que Arthur Schlesinger denominó la «presidencia imperial», entendida como una institución progresivamente exenta de control y propensa a asumir poderes más allá de lo permitido por la Constitución.

La idea de una presidencia poderosa encontró un hábil defensor en Woodrow Wilson, quien sostuvo que el presidente es la piedra clave, «la fuerza unificadora en nuestro complejo sistema, el líder al mismo tiempo de su partido y de la nación», y puso de relieve que el presidente es el único que representa «al pueblo en su conjunto», que «no representa a una circunscripción, sino a la totalidad del pueblo». La nación, continúa, «carece de otro interlocutor político», el presidente posee la «única voz nacional en los asuntos». El «instinto del país se dirige hacia la acción unificada, y ansía un líder individual», de modo que una vez que [el presidente] ha obtenido «la admiración y confianza del país (...) ninguna otra fuerza individual puede resistírsele; ninguna combinación de fuerzas podrá fácilmente dominarle». Insiste que «si interpreta correctamente el pensamiento nacional y lo defiende con tenacidad, carece de freno».

Con posterioridad esta idea ha sido sustentada a través de la teoría del «ejecutivo unitario», que promueve la maximización de las prerrogativas presidenciales. A ello ha contribuido el hecho de que, como es sabido, los límites de los poderes del presidente distan mucho de estar claros en el sistema constitucional norteamericano. En todo caso, los denominados «presidentes fuertes» en la historia norteamericana son aquellos que se aproximan a la imagen proporcionada por Woodrow Wilson.

Este fenómeno encontró en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 un caldo de cultivo adecuado para su exacerbación y permitió que el presidente Bush reviviera la «teoría de los poderes inherentes» sin levantar en los ciudadanos ni en los otros poderes constitucionales un rechazo como el que en su día tuvo el presidente Truman cuando el Departamento de Justicia defendió la decisión presidencial de intervenir empresas de fabricación de acero, dentro del esfuerzo bélico de la guerra contra Corea.

Además, el presidente es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos aunque, al menos en la teoría constitucional (Sección Octava del Artículo I), corresponde al Congreso declarar la guerra y decidir sobre el presupuesto militar y, de acuerdo con la War Powers Act, de 1973, el presidente debe informar al Congreso sobre ciertas cuestiones bélicas aunque, en la práctica, es conocido que los dirigentes de EE UU han emprendido numerosas intervenciones militares en el extranjero sin previa declaración de guerra ni autorización del Congreso; por ejemplo, el bombardeo de Kosovo ordenado por Bill Clinton o, mucho antes, el envío de tropas a Corea del Sur, decidido por Truman sin que acudiera al Congreso, ni siquiera después de que se llevara a cabo dicha actuación y que, en consecuencia, cabría calificarla de inconstitucional.

La Constitución de EE UU también atribuye al presidente (Sección 2 del Artículo II) la «facultad, con el consejo y consentimiento del Senado, para celebrar tratados, con tal de que den su anuencia dos tercios de los senadores presentes, y propondrá y, con el consejo y sentimiento del Senado, nombrará a los embajadores, los demás ministros públicos y los cónsules...».

Es decir, le otorga la iniciativa en asuntos vinculados con la diplomacia, si bien esta competencia es compartida con el Congreso. En lo que al presidente se refiere, su actividad en la materia se concreta, entre otras actuaciones, en tomar decisiones en relación con hechos de índole internacional; proponer iniciativas legales en el interior; impulsar acuerdos internacionales; emitir declaraciones políticas y aplicar lo que se considere que debe ser la acción política norteamericana en las relaciones exteriores.

Otra facultad del presidente es la de vetar las iniciativas del Congreso. Existen dos tipos de veto: el ordinario, mediante el cual el rechazo expreso del presidente en el plazo de diez días hace que la ley se devuelva al Congreso para ser tramitada de nuevo con las objeciones que aquel haya formulado, y el llamado veto de bolsillo, que invierte la regla de la promulgación por defecto: si antes de que transcurra el plazo de diez días el Congreso finaliza su periodo de sesiones y el Presidente no firma ni tampoco veta la ley, entonces la ley se considera no promulgada (porque se entiende que no puede «volver» al Congreso, ya que no está en sesión). La principal diferencia entre uno y otro veto es que el ordinario puede ser superado por el Congreso mediante votación de dos tercios en cada una de las Cámaras, mientras que el veto de bolsillo no, porque, como ya hemos dicho, el Congreso ya no está en sesión. Parece, no obstante, que en un contexto de «gobierno unificado» -presidencia y Congreso en manos republicanas- el poder de veto será menos usado.

Finalmente, la presidencia tiene un importante papel en la función legislativa: aunque las iniciativas pueden surgir de los congresistas, en los últimos años, los mensajes del presidente, de un miembro de su gabinete, o del director de alguna agencia independiente, dirigidos a los presidentes de la Cámara de Representantes o del Senado, se han convertido en la principal fuente de proyectos de ley. En consecuencia, la mayoría de los proyectos enviados por el Ejecutivo entran inmediatamente en la correspondiente comisión, por decisión de los presidentes de cualquiera de las dos Cámaras.

Y existen muchos momentos a lo largo del procedimiento legislativo (en subcomisión, en comisión, en el debate del orden del día, en la Comisión General, o en la comisión conjunta, o finalmente en el Pleno) en los que la Casa Blanca puede influir sobre el Congreso.

Vemos, en conclusión, que tanto la teoría como la práctica constitucionales otorgan un extraordinario poder al presidente. Lo que ocurra finalmente con el ejercicio de ese poder por parte de Donald Trump dependerá, por una parte, de los condicionamientos fácticos que puedan surgir en los planos político, económico e internacional, no siendo desdeñable la presión que, sin duda, van a ejercer, valga la redundancia, los potentes lobbies norteamericanos; por otra parte, aunque el Congreso esté en manos republicanas tal cosa no implicará, por las propias características del sistema de partidos norteamericano, que acepten sin más las propuestas presidenciales; tampoco hay que dar por sentado que un hipotético Tribunal Supremo más conservador vaya a validar cualquier propuesta legislativa.

A lo anterior hay que añadir las propias presiones provenientes de la misma sociedad estadounidense, que, en numerosas ocasiones, ha demostrado su capacidad de movilización. Ya el mismo Abraham Lincoln sentenció «public sentiment is everything. With public sentiment, nothing can fail; without it, nothing can succeed... He makes statutes and decisions possible or imposible to be executed».