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Simplificación

Desde que ganó Donald Trump, montones de artículos de los especialistas más conspicuos han intentado explicar las razones del lamentable suceso. Los mejor intencionados lo achacan al afortunado funcionamiento de la democracia: es preciso respetar la voluntad de los pueblos emitida en las urnas. Es nuestra garantía de libertad. Es así. Pero deben tenerse en cuenta algunas matizaciones Solo así podrá comprenderse la perversión de un mecanismo que en ocasiones da la victoria a quien menos votos haya obtenido: Trump frente a Hillary Clinton, los independentistas catalanes frente a los españolistas y a los indiferentes. Así es el peso de la estructura geográfica del voto, y no solo con los colegios electorales de Estados Unidos sino también con las circunscripciones unipersonales en Gran Bretaña o la Ley D´Hont con distribución provincial en España. Todos tienden a desnaturalizar el voto individual, corrigiendo la intención del votante. Uno de los remedios más eficaces de las incertidumbres del voto es el de la segunda votación entre los dos partidos vencedores, como ocurre en Francia o en Grecia. ¿Habría variado el resultado en Estados Unidos? Creo que sí: muchos de los americanos que se habían abstenido o habían utilizado su voto como castigo, se habrían dado cuenta de su error. Como los británicos al día siguiente del Brexit.

El segundo condicionante, probablemente el más significativo, es cómo perciben los electores el mensaje de los candidatos. Y qué votantes lo perciben y actúan en consecuencia. ¿Los vuelcos electorales son fruto del cansancio de la población o de la indiferencia respecto de las cosas que otros candidatos presentan como fundamentales? ¿De la irrelevancia que atribuyen a acusaciones formuladas contra sus ídolos o de la credulidad acrítica frente a las promesas que les hacen? Supongo que los votantes del PP creen a pies juntillas todo lo que les dicen, igual que los del PSOE y no digamos los de Podemos.

Daniel Innerarity ha explicado en El País que «nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad». Y no solo una simplificación, me parece, sino el entusiasmo por quien dice públicamente las cosas que una porción de la ciudadanía quiere oír (el racismo, por ejemplo), aunque el candidato sea un mentiroso, un ignorante, un tertuliano al peor nivel de los de la TV española. ¿No explicaría esto la victoria de Trump, además del cansancio por los vicios del establishment representado por Hillary? Diego López Garrido añade en el Huffington Post que, de todas las groserías soltadas a borbotones por el presidente electo, una de las más desmoralizadoras es su imagen de evasor de impuestos que erosiona sustancialmente el concepto fundamental del ciudadano solidario.

Claro que la mayoría de las gentes del resto del mundo democrático esperan que Trump fracase, aun a costa del sufrimiento de sus conciudadanos, y que ese sea el precio de acabar siendo un verdadero elefante en la cacharrería del mundo. No es fácil que así sea, porque la realidad y su propio partido republicano tenderán a contenerlo y encauzarlo en la medida en que puedan. Eso si los republicanos no abandonan a Trump antes de que haya sido capaz de montar un gobierno. No hay que preocuparse sin embargo: él haría de ministro de todo. ¿Y si Trump vuelve a ganar en 2020? No es tan difícil que ocurra. Al fin y al cabo, Mariano Rajoy ha sido reelegido a pesar de que lo persiguen tercamente escándalos de corrupción, una situación laboral y de pensiones insostenible, su inflexibilidad para la negociación y una UE que le recuerda cada día que su manejo de la economía no ha sido tan brillante como quiere hacernos creer. Dios me libre de compararlo con el flamante presidente electo de Estados Unidos, pero el comportamiento de sus respectivas parroquias deja mucho que desear, creo.

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