No creo hacerme pesado cuando trato de espolear a mis alumnos, alertándoles del futuro profesional que les espera. Ignoro en qué momento saldremos de esta maldita crisis. Cuando ello suceda, en algunos, las consecuencias adversas que a nivel individual deban superar no serán muchas. En otros, no quiero ni imaginarlas y entre esos otros están los jóvenes, también los universitarios. Pero a los que aún no son universitarios y quieren serlo, y de momento les toca pelearse contra la Lomce, el futuro que se les viene encima, casi presente, pues tan solo les falta dos o tres años para ello, es mucho peor.

Desde pocos días antes de la investidura de Mariano Rajoy se están reiterando protestas contra la Lomce y parece que se fraguan pactos políticos con el mismo fin. No estaría mal, es más, creo que sería muy conveniente que de ahí saliese un amplio y consistente pacto político al respecto. Ojalá. Y digo ojalá por dos motivos. Uno, porque sería el primer pacto en mucho tiempo y sobre una materia como es la educación básica, vital para cualquier sociedad y la nuestra no es una excepción. Pero también sería importante porque ese encuentro podría provocar que los políticos hacedores del consenso en la educación básica, quisieran extenderlo a la educación superior, que en verdad lo necesita, aunque no lo parezca por lo calladitos que estamos en la universidad. Desgraciadamente, hoy en día la universidad no concita ni tantos encuentros, ni tampoco tantos desencuentros. La universidad marcha anodina, aburrida y desencantada.

Me llama la atención y me causa honda preocupación las ganas que los estudiantes tienen por salir de la universidad. No son las ganas alimentadas por la ilusión de acabar sus estudios, no. Son ganas de salir de la universidad, que es muy distinto. Esto lo vengo comprobando de desde hace unos años, más o menos desde que el Plan Bolonia nos está masacrando.

Si uno lee las exposiciones de motivos de la normativa que regula los estudios universitarios, le pareciera escuchar música celestial, pero, si conoce el medio, advierte que no son más que eufemismos. Por ejemplo, en el famoso Decreto Wert puede leerse que «la nueva organización de las enseñanzas incrementará la empleabilidad de los titulados», palabras que son tan esperanzadoras e ilusionantes como falsas. En España, y no me serviría como excusa que eso también pueda suceder en el resto del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), la acomodación a dicho espacio, y en lo que hace, por ejemplo, a los estudios de Derecho, ha producido dos cambios de profundo calado, con consecuencias de difícil mitigación e imposible erradicación: por una parte, la brutal reducción de horas lectivas. En mis asignaturas „derecho penal„ las horas lectivas que se imparten hoy día son un veinticinco por cien menos que cuando los estudios de derecho discurrían por la licenciatura. ¡La cuarta parte!

Y mi materia no es de las más perjudicadas. Pobre filosofía. No podía salir de mi asombro cuando supe que en derecho civil, el derecho de familia y el derecho de sucesiones se da en un cuatrimestre, no cada una, sino las dos. En la licenciatura, cada una de esas ramas se explicaba a lo largo de un curso. Y ahora, las dos en tres meses y medio. La aparición del grado, que sustituye a la licenciatura, ha provocado la aminoración de horas lectivas por asignatura, lo que condiciona el contenido de la misma y nos obliga „tempus fugit„ si queremos fomentar la crítica, a que ésta venga referida a aspectos tan elementales que, más que crítica deberíamos hablar de comprensión, conditio sine qua non para poder hacer crítica.

La otra cuestión, de innegable sesgo negativo, es la fragmentación de las materias. Algunas asignaturas no pueden soportar la reducción de horas lectivas y ello les aboca a una reparcelación de la materia con la consecuencia añadida para el alumno que se encuentra ante un puzle jurídico que, a pesar de tener menos contenido por contra tiene más piezas que encajar y ello con menos tiempo de aprendizaje. Los estudios de grado de Derecho ofrecen por tanto una visión del ordenamiento jurídico mucho más desdibujada y fragmentada que antaño, lo que repercute debilitando la formación del alumno como jurista. Desalentador.

No sería justo si no reconociera algunas ventajas de esta nueva configuración, siendo la principal la introducción del aspecto práctico de los estudios, lo cual, paradójicamente, es la zanahoria que pende del palo de la renovación de la acreditación de títulos que podría hundir aún más a la universidad. Me refiero a la amenaza del 3+2. Los cinco años de la licenciatura, que ahora están distribuidos en cuatro de grado y uno de máster (4+1), parece que tienden a desembocar „si no se remedia„ en tres años de grado y dos de máster (3+2), que también lo presentan, quienes así lo quieren, como la panacea. Visto lo visto, si cuaja tal insensatez, resultará otro descalabro, solo que de mayor dimensión.