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El más amado y más odiado

Fidel Castro fue el último de los héroes más amados y odiados de la segunda mitad del siglo XX. Su victoria contra el dictador Fulgencio Batista le convirtió en un mito romántico, figura paradigmática de la lucha por los derechos humanos. Rearmó las esperanzas y rebeldías de los oprimidos en el subcontinente americano y la muerte precoz del Che Guevara concentró en su persona el aura sacral de los libertadores históricos.

Los que éramos jóvenes en aquellos años vivimos en la calle, la universidad y los cenáculos antifranquistas la onda expansiva del castrismo, el poder idealizado de un joven hondero del pueblo que abatió con más fe que armamento al opresor Goliat, corrompido por el imperialismo.

Poco tiempo después, la admiración romántica ya tenía que procesar las dudas nacidas de sus actos de gobierno y de su entrega a la URSS post-stalinista, un poder amenazador de la paz del mundo que exacerbaba la política de bloques y escalaba la Guerra Fría. Los debates se polarizaban en la valoración del castrismo, defendido por unos como ejemplo de resistencia al gigante del norte y denostado por otros al caer inevitablemente en el abismo totalitario.

El desmoronamiento soviético de 1989 y los ensayos capitalistas de la China post-maoista vaciaron de sentido la supervivencia de los regímenes anclados en la ortodoxia comunista. La idealidad de sus líderes, con Fidel en cabeza, es hoy una imagen en sepia, tan envejecida como los dictadores longevos que se perpetuaron en la represión.

Aquellas controversias dejaron, en definitiva, el mal sabor de una ilusión traicionada. El interminable embargo decretado por EE UU y el bloqueo inmisericorde de todo desarrollo hicieron revivir la leyenda de la resistencia.

Pero el problema era, sobre todo, interno. La crueldad contra el discrepante, el control de la libertad de pensamiento y las persecución de los derechos humanos hundieron el mito de Fidel, seguramente para siempre.

En este momento, caracterizado por la actual crecida de los populismos y la radicalidad ideológica de cualquier signo pueden tener en el fracaso de Fidel el toque de alerta que reafirme el peligro de aquellos sistemas políticos que no reconocen en su seno la libertad como condición suprema de la convivencia y la justicia.

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