La potestad otorgada por el papa Francisco a todos los sacerdotes para que absuelvan en confesión a quienes hayan procurado un aborto no ha causado especiales revuelos por parte de la estricta observancia, aquella misma que tiempo atrás, por ejemplo, juzgó la reforma de los procesos de nulidad matrimonial „al aligerarlos en diversas circunstancias„ como un abaratamiento de sacramento del matrimonio. En general, ese flanco rigorista de la Iglesia califica todo movimiento del pontífice como un avance hacia el relajamiento de la tradición y su mayor envestida hasta el presente ha sido la de afirmar que Francisco se ha cargado la doctrina matrimonial al promover un trato pastoral adaptado a los divorciados que han formado una segunda familia. En el presente, y como hecho sin precedentes, hay cuatro cardenales (los teutones Brandmüller y Meisner, el italiano Cafarra y el estadounidense Burke), que exigen públicamente al papa una aclaración al respecto.

Pero, volviendo a la extensión del poder para absolver el aborto, decimos que no ha causado marejadas importantes. A lo sumo, la proximidad de su anuncio con las recientes elecciones en EE UU ha llevado a algún intérprete progresista a postular que el papa lanza un mensaje a los católicos que han votado a Donald Trump. Algunas encuestas indicaron fechas atrás que el 52 % de los católicos votó al republicano y un 45 a Hillary Clinton.

No obstante, para entender el razonamiento de dicho intérprete hay que dar varias vueltas y atender a sus razonamientos no explícitos. Una, que esa porción de católicos ha elegido a un presidente pro vida; dos, que ello ha sido a costa de que Trump no sea precisamente un personaje proclive a la misericordia (refugiados, sin papeles, muro en la frontera, etcétera); y, tres, que una absolución reservada hasta ahora a los obispos o a sacerdotes especialmente designados puede parecer un perdón más caro de obtener que aquel proveniente de un sacerdote común (volvemos a los abaratamientos, o viernes negros, o rebajas atribuidas a Francisco).

Pues bien, la idea del referido columnista es que extender la absolución viene a destensar la discusión intraeclesial sobre el aborto, de modo que los católicos más intensos deberían preocuparse con idéntica pasión de las cuestiones sociales que Trump someterá al palo y tente tieso. En suma, la idea es demasiado barullera como para tenerla en cuenta.

Pero de todo ello nos quedamos con la perspectiva de que el grosor de un pecado no depende del peldaño en el escalafón que ocupe el confesor. No obstante, son todavía cuatro, si no nos sale mal el recuento, los pecados cuya absolución ha de ser autorizada por un obispo o incluso por la Santa Sede. A saber: la profanación de hostias y vino consagrado, el atentado contra el papa, la violación del secreto de confesión y la absolución del cómplice (que fue la monstruosidad acometida por el degenerado Marcial Maciel, que mantenía relaciones sexuales con sus seminaristas y después les absolvía de su pecado).

Y una última nota adecuada para España. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (aprobada en 2010 por el Gobierno de Zapatero), lleva seis años en espera. A la Iglesia se le atribuye la suma lentitud en sus decisiones, pero esta nueva disposición del papa deja en franco papel vergonzoso a otras instituciones.