Al hilo de un reciente artículo de V. García Devís „El nostre ADN literari, al descobert, publicado en la histórica revista de Eliseu Climent„y cuando pensábamos que ya estábamos colectivamente curados del espanto de nuevas rebuscas necrofílicas de huesos vetustos como los del escribano de ración de los Reyes Católicos Luis Santángel, emprendida inútilmente en diciembre de 1993 en el convento de la Trinidad de Valencia por la inefable edil regionalista Lola García Broch, con el concurso de su guardia de corps formada por del entonces letrado Vicente Giner Boira y del secesionista Juan García Santandreu. Cambalache mediático del que dimos oportuna cuenta en nuestro artículo de opinión publicado en estas mismas páginas „La fabulosa búsqueda de los huesos de Santángel (Levante-EMV, 31-08-2008)„ venimos ahora en conocimiento inesperado del sorprendente anuncio de la exhumación nada menos que de los restos mortales de Pere March (1336-1413) e Isabel Martorell (+ 1439), padre y esposa respectivamente de nuestro poeta nacional Ausiàs March, en dependencias del monasterio propiedad de la familia Trénor de Sant Jeroni de Cotalba (Alfauir, la Safor).

Dicho descubrimiento, al margen de los análisis correspondientes que se destilarán oportunamente tras su pregonada presentación en noviembre, no deja de tener hic et nunc unos rasgos curiosamente miméticos de la cuestionada apertura institucional por parte de la Generalitat catalana de la tumba real de Pedro III el Grande en otro monasterio, el cisterciense de Santes Creus (Tarragona), evento que igualmente fue objeto de nuestra atención en el artículo Reyes, tumbas y sabios (Levante-EMV, 28-09-2010), donde ya observábamos entonces como en lo que respecta al Derecho Canónico y a la profanación de sepulturas cristianas, los preceptos católicos resultan particularmente coercitivos, prescribiendo que son lugares sacros y objeto de bendición (can. 1205, § 1), sujetos a idénticas normas que las que rigen para los templos consagrados (can. 1207). Así como que desde una óptica propia únicamente de la razón laica, este tipo de exhumaciones tan solo serían deontológica y éticamente legítimas en sus medios, en tanto en cuanto diesen necesaria respuesta al aforismo que siempre citamos «Mortui viventes docent». Esto es, en la justa medida en que estas pesquisas forenses respondan a la urgencia real de unas amenazas inmediatas de expolio o destrucción del patrimonio arqueológico, o bien sean completamente indispensables para la reconstrucción académica de nuestro devenir histórico común.

Por todo ello, nuestras autoridades competentes en materia de patrimonio cultural harían bien en no autorizar ni dar pábulo a nuevas aventuras arqueológicas no suficientemente fundamentadas o al albur de iniciativas particulares de amargo recuerdo como la propiciada por el infausto matrimonio Lemieux, objeto en su día de la oportuna crítica editorial de Levante-EMV, de la mano del periodista Julio Monreal en la magistral crónica Cultura autorizó la excavación de tumbas en la Trinidad aunque faltaba base científica (Levante-EMV, 23-12-1993). ¿O es que acaso, en definitiva, nuestros letraheridos March, Joan Roís de Corella, Jaume Roig, etcétera necesitaron cinco siglos atrás de un gen identitario diferencial para crear nuestra literatura del Siglo de Oro?