D esde hace ya varias décadas, internet ha modificado nuestra manera de entender la comunicación aportando un nuevo concepto de desarrollo que se conoce como TIC (Tecnologías de la Información y Comunicación). Actualmente no podríamos entender nuestro entorno sin esa filosofía del conocimiento interconectado, basado en la capacidad de compartir todo tipo de información mediante la difusión acelerada que propicia la red. Esta revolución digital se adentró también en el ámbito docente donde tanto el profesorado como el alumnado había de saber navegar por la red, buscar información, usar el correo electrónico o trabajar colaborativamente a partir de herramientas creadas ex profeso como web, blogs o wikis. A resultas de ello, era prioritario utilizar en las aulas los múltiples recursos de las TIC con el fin de enseñar a leer, escribir y utilizar el nuevo código digital. Este proceso de alfabetización digital concentró la atención de las administraciones educativas que programaron cursos de formación en centro para reducir la brecha digital entre el personal docente que debía dirigirse a una población joven que cumplía cada vez más el perfil de ser nativo digital, según terminología acuñada por Marc Prensky.

En estos momentos, el proceso de alfabetización digital puede decirse que está implantado y aceptado. De este modo cualquier propuesta de actualización para implementar sistemas de gestión digital en el aprendizaje escolar, es bien recibida. No ocurre lo mismo cuando se trata de alfabetizar en género pues no se han superado del todo las reticencias por aprender este concepto académico. Sin embargo, comprendernos y relacionarnos en clave de género es igual de importante para el desarrollo social. Al respecto hay que saber que el género es un concepto, una categoría de análisis, que se refiere a la construcción social y cultural de dos formas distintas de ser humano en base a las diferencias genitales que se tienen al nacer y que nos inscriben en sexo masculino o femenino. En este sentido, lo importante es conocer que la idea de los dos sexos diferenciados (masculino/femenino), ha servido para naturalizar erróneamente qué es ser hombre o ser mujer, asignándoles roles diversos con el consiguiente reparto desigual de poder.

Entender que las relaciones sociales entre los sexos se han construido culturalmente desde la desigualdad porque a lo largo de la historia se ha atribuido más poder y estatus al sexo masculino que al femenino, es tener perspectiva de género. Tomar consciencia de cómo tal desigualdad es la causa última con la que se legitima la violencia que se ejerce sobre las mujeres, es tener enfoque de género. El concepto de género alude, pues, al sistema de dominación que el patriarcado ha extendido a todas las mujeres y que lejos de ser algo anacrónico, aún pervive en nuestro siglo. Precisamente fueron los estudios de género (gender studies) que surgieron en la década de los 70 del siglo pasado, en Estados Unidos y en Gran Bretaña, los que recogieron a nivel universitario todas las reivindicaciones emancipatorias de las mujeres que ocurrían en esos momentos en las sociedades desarrolladas. A partir de entonces ya no se trataría solo de visibilizar o escuchar a las mujeres, sino fundamentalmente de revisar el paradigma epistemológico con el que se había abordado la historia, la ciencia, las artes y la civilización en general.

Siguiendo esta línea de reflexión preocupa la escasa o nula formación en género que caracteriza a la actividad docente, ya que la escuela, como institución social, puede o no perpetuar inercias discriminatorias entre los sexos. Solo muy recientemente, tras comprobarse que los casos de violencia de género y maltrato han aumentado entre adolescentes, se ha activado la alerta y se están dedicando mayores esfuerzos educativos en campañas de sensibilización y prevención para identificar estereotipos sexistas en base a las exigencias previstas en la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la Ley Orgánica 3/2007 para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres.

Si, como señalé al principio, en las últimas décadas la alfabetización digital copó la atención de la política educativa, es hora de demandar el mismo interés a la administración pública para la alfabetización de género con la que aminorar la brecha de la desigualdad. Solo si se comprende bien que la violencia que experimentan las mujeres en todo el mundo (mutilaciones genitales, abusos sexuales, matrimonios forzados, servidumbre por deudas, feminicidios, abortos selectivos y violaciones como arma de guerra) tiene su origen en la desigualdad histórica entre los sexos, podrá concederse un lugar preeminente a la pedagogía de género en la escuela, tanto en los centros de Primaria como en los de Secundaria y Bachillerato.

En otras palabras, de igual manera que en la era digital tenemos que aprender a no ser tecnofóbicos, asimilando de forma positiva las nuevas tecnologías que bien usadas pueden ser unas poderosas herramientas para el cambio social, del mismo modo en la era de la ciudadanía inclusiva es preciso aprender la igualdad y no discriminar por razón de sexo, incorporando conceptos propios de la pedagogía de género (empoderamiento, violencia de género, androcentrismo, techo de cristal o sistema sexo/género) que bien trasmitidos en el sistema educativo pueden ser muy eficaces para la reconstrucción de una imaginación colectiva respetuosa con los derechos de las mujeres. En consecuencia ambos ámbitos, el digital y el de género, precisan recalcar su labor alfabetizadora para sacar de la ignorancia a las generaciones futuras que ya no podrán excusarse con no saber lo que debe saberse. Algo que no resulta baladí cuando nos va en ello que el cambio social sea más evolutivo que regresivo.