No creía que pudieran odiarme tanto», dijo Matteo Renzi, tras conocer los resultados del referéndum. Y añadió: «Un odio destilado, purísimo». Renzi se refiere a los propios colegas de la izquierda del Partido Democrático, no a Beppe Grillo. Por eso, muchos toman en serio que su promesa de irse no es solo del Gobierno, sino del partido. «Si pierdo, me voy también del partido», había dicho Renzi con todas sus letras. Y es posible que lo haga. A favor de esto habla que él solo, frente al resto, ha logrado el 40 % de los votos de los italianos, y no de cualquier base electoral: del 68 % del electorado; a favor también podría hablar su forma de leer su derrota: «Contra la casta más piojosa». En contra de esa posibilidad, al menos aparentemente, está su comentario: «A los que han ganado les toca decidir qué hacer». Pero como nada es sencillo en Italia, las palabras de Renzi guardan pliegues. Cuando uno dice al final: «Lo quiero ver», es que sigue manteniendo el pulso.

La personalización del resultado, y hacerlo en términos de odio, tiene todo el aspecto de estar buscando una cristalización. Como todo proceso de condensación, ha de construirse mediante una polaridad. La acusación de odio a sus colegas del PD tiene un comentario: «Ahora Beppe Grillo se siente ya en el gobierno». Sentirse no es sentarse. Renzi, y es posible que esa sea su aspiración, se ve como el único que puede pararle los pies al pintoresco líder genovés. De ahí que también se presente como un político que ha retado a toda la clase política. Que los hombres de Grillo hayan salido en defensa del blindaje de la clase política, demuestra con claridad que su aspiración no es racionalizar la política, sino implosionarla. Mantener lo peor para seguir teniendo razón. Pero la acusación de Renzi iba dirigida a sus verdaderos enemigos, a Bersani y a D´Alema. «Por deshacerse de mí estaban dispuestos a entregar Italia en manos de los grillinos».

Renzi impugna la estructura del PD. Por eso denuncia que ese partido no es una comunidad, ni una unidad, y afirma que sus líderes no tienen respeto por los electores. Esa es la cuestión. El PD es un instrumento de supervivencia de mil y un supervivientes. Entre sí sólo tienen el cemento del odio. No solo a Renzi. A todos entre sí, un odio destilado en conspiraciones sin cuento. Renzi ahora puede aspirar con razón a pasar lista en el partido y decidir quién se va con él y quien queda amortizado. Una escisión ahora dejaría a los personajes como Bersani a los pies de los caballos. Nada le gustaría más a Renzi que verlo allí.

¿Lo verá? Puede. En todo caso, lucha por ello. Veamos sus palabras. «Estoy tentado por decir que ahora le toca a la coalición del ´no´ repartir las cartas. Ellos deben decidir qué gobierno hacer. Lo quiero ver. No tienen un líder alternativo y no tienen un programa. Sólo tienen un enemigo común». En este contexto, la reforma de la Constitución sólo era una declaración de intenciones. El problema era otro: la transformación del sistema político italiano alrededor de un príncipe nuevo, de un florentino osado, capaz de meter en cintura a los señores de la guerra política italiana. El problema es la larga muerte de una izquierda impotente, anegada en sus propias conspiraciones, incapaz de estabilizar la política italiana, de parar durante todo el tiempo los pies de Silvio Berlusconi, y de ofrecer al país un proyecto creíble.

Renzi, que cree haber logrado identificar su base electoral, ahora puede jugar su última partida: mostrar que enfrente sólo se abre el caos. Así que el referéndum todavía puede ser la manera específica por la que Renzi ha optado para saltar la barrera del propio partido, una estrategia popular para escapar a la red compacta de las conspiraciones internas, para dotarse de una legitimidad democrática que jamás podrían darle quienes sólo conceden algo a cambio de pesadas hipotecas. Ahora, Renzi tiene capital político propio. Pero la guerra se juega dentro, en la Cámara, afecta a la formación de Gobierno y tiene que ver con la verdadera reforma política: acabar con una clase incapaz de construir nada. Así, parece lógico que Renzi dé un paso atrás para dejar clara la imposibilidad de gobernar Italia con la alianza de Bersani, Salvani, Beppe Grillo y Berlusconi. Sólo así podrá volver. No debe continuar porque aparecería como un perdedor que se aferra al cargo. Sólo si lo deja, podrá volver. ¿Jugar con fuego? Desde luego. Pero lo más probable es que Renzi dé por concluida la legislatura y confíe en que los vencedores no puedan prorrogarla.

Todo está diseñado para la polaridad entre Grillo y Renzi, y quizá sea esta la batalla del futuro. Por mucho que Berlusconi salga confortado de este episodio, su aparición ante las urnas tenía todo el aspecto de la prórroga que se concede a un embalsamado. El futuro no le pertenece. Matteo Salvini, un hombre de la misma generación que Renzi, puede disputarle el norte, con formas cercanas a Marine Le Pen o a Geert Wilders, pero su éxito al sur de la Padania será nulo. La gran decisión en la que se va a jugar la política italiana, y en general la europea, no pasa ya por Berlusconi. Una juventud condenada en su mayoría a una periferia precaria y sin futuro, quiere su protagonismo político. Si ella no tiene futuro, que nadie le venga con razonamientos de orden y de largo plazo. Ahí estará Grillo, junto con todas las fuerzas adultas del asco y la desolación, un Grillo que, con toda su astucia, no ha querido mostrar demasiada seguridad en la campaña, para ahora poder presentarse exultante en su victoria.

La generación de los Renzi, Boschi y demás jóvenes jugarán a todas las formas de la contención del caos. Por el momento. Lo malo de los referendos es que polarizan las poblaciones, pero lo bueno es que solo lo hacen por un instante. Luego, ellas siguen tan dispersas, plurales y heterogéneas como antes. Lo malo de los referendos es que pueden destruir líderes; lo bueno, que siempre emergen otros, aunque éstos a veces son peores que los anteriores. Pero todo ello aumenta la competencia. A la constitucionalista Boschi, la principal defensora de la reforma, le ha salido en Italia una rival que rompe los esquemas: no es una defensora de lo viejo, ni milita en la vieja política. Sencillamente ha encontrado en el referéndum la oportunidad de emerger a la vida pública. Es Anna Falcone, cuya familia procede, como ella gusta decir, del socialismo pre-Craxi. El detalle es fundamental. Es como si alguien dijera aquí que es socialista pre-González.

Al final, debemos observar Italia. Es un país que, como España, tarda en transformarse, dadas sus querencias senatoriales. Pero posee talento de sobra para encarar esta situación. La generación de los que ahora están en los cuarenta tendrá que encontrar la manera de lograr la confianza de las poblaciones, en un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, entre Europa y sus naciones, entre los jóvenes y los mayores, entre el norte y el sur. Cada día que no irrumpe lo peor, es un día más para mantener la esperanza. Lo que muestra el referéndum italiano, como la elección presidencial austriaca, es que hay batalla. Y hay que darle con todas las fuerzas. Lo que salva en cada caso es algo humilde, como ese tímido Van der Belle. Pero todas las cosas pequeñas sumadas pueden ser un gran milagro. El de transitar los arrecifes históricos de una transformación sin precedentes de la vida de la humanidad, sin otro piloto que la propia sociedad democrática.