Saber que de este mundo no vamos a salir vivos es una perogrullada. Y, sin embargo, de las cosas más sencillas de la vida, a veces, se nos escapa su intelección. El modo de pensar actual no tiene en cuenta esta circunstancia. Planificamos, trazamos proyectos, trajinamos, vamos estresados por esos mundos de Dios y olvidamos lo más obvio: que caminamos deprisa hacia el fin. Los poetas expresan de mil modos esta realidad: ¡tan corto es el vivir! Para nosotros, un tanto deshumanizados, si alguna vez nos detenemos a pensarlo, cosa nada frecuente por el ruido medioambiental que nos inunda y ahoga, verdadera contaminación de la interioridad, nos puede parecer una catástrofe desorbitada, una auténtica quiebra existencial, un horror incalculable. Pero no ha sido siempre así; ni forzosamente ha de serlo. «Al brillar un relámpago nacemos y aún dura su fulgor cuando morimos» no es un romanticismo de Bécquer, sino una preciosa lección de sentido de la realidad. Hay quien se empeña en ignorarla como si eso no fuera con uno, sino que aconteciera a otros. No deja de ser un desatino. Pero ¿cómo vamos a pensar en la muerte si vivimos mirando de tejas abajo, continuamente afanados? Heidegger tiene razón cuando afirma que sin la muerte desaparecerían los proyectos, porque la muerte acota el tiempo de la vida terrestre.

La visión trascendente, cristiana, de la vida, nos habla de que el morir es un tránsito; un dormir para un despertar a lo nuevo. Una puerta que hay que atravesar necesariamente. Pero no es un final trágico, noche tenebrosa, aunque lo parezca; sino un feliz acontecer, un amanecer, aunque no lo parezca. Ciertamente sucede que a nadie nos apetece llegar a dar este paso. Sin mi parecer vine a este mundo y, aún no queriendo, he de partir de él. Lo importante es salir vencedor del trance que es la misma vida. ¿Pero es esto así? Para algunos ciertamente no, y ahí radica el problema porque no tiene solución. Es más, resulta irresoluble si todo lo que esperamos está aquí abajo. Lo que no deja de ser profundamente irritante. Y, en no pocas ocasiones, envilecedor por enajenante. Vivimos en una burbuja inventada, una pompa de jabón que, cualquier día, y ante cualquier suceso inesperado, se disipará. Si esto fuera así, irremediablemente perderíamos el sentido de la propia vida (y de las ajenas), porque todo se esfumará como el humo: volverá a la tierra y al olvido... Detrás de un furgón fúnebre no suele acompañar un camión de mudanzas. La muerte no puede ser, por tanto, un problema, sino más bien una alternativa, la alternativa por excelencia.

La muerte nos enseña qué es lo definitivo, lo bueno, lo indispensable. Es más, como el momento es incierto, nos impulsa a desear contribuir con lo mejor de cada uno, recuperando el tiempo perdido. Dice Séneca, en De brevitate vitae, que «no es que tengamos poco tiempo, es que hemos perdido mucho». Así sucedió con el buen ladrón que en un segundo robó el cielo. Esto se experimenta cuando ya se tiene una probidad de vida, pues entonces se comprueba cuán verdadero es lo que el joven poeta de Catarroja Bartolomé Llorens señaló: «Dejó mi amor la orilla/ y en la corriente canta/ No volvió a la ribera/que su amor era el agua».