Los nombramientos del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump para completar su gabinete solo podían ser intranquilizadores, cuando no alarmantes. En realidad no se trata de nombramientos sensu estricto, y no solo porque Trump todavía no haya tomado posesión. Los propuestos tienen que pasar el examen y obtener la aprobación del Congreso, pero toda vez que los republicanos controlan ahora ambas cámaras no es probable que se produzcan problemas. El Old Party está casi rendido a los pies de Trump. Para apagar totalmente algunas resistencias decrecientes el multimillonario ha propuesto como jefe de su gabinete a Reince Priebus, presidente del Comité Nacional Republicano, lo más ultraderechista que se pudo encontrar para simbolizar la dirección del partido en 2011.

No, Trump no tendrá problemas para ver refrendado parlamentariamente su Gobierno: un racista empedernido, Jeff Sessions, como Fiscal General, un furibundo negacionista del cambio climático, Scout Pruitt, como responsable de la Agencia de Protección Ambiental, el presidente de una cadena de comida basura, Andrew Puzler, al que un salario mínimos de 15 dólares por hora le parece "un robo", como secretario de Trabajo, Tom Prine, enemigo jurado del Obacamare, como secretario de Salud, un miembro del Tea Party y obvio islamófobo, Mike Pompeo, como director de la CIA. Lo mejor de cada casa. Pero el inminente presidente ha sacado su carta más sorprendente al proponer a Rex Tillerson, presidente ejecutivo de Exxon Mobil como secretario de Estado, es decir, el equivalente a ministro de Asuntos Exteriores de la primera potencia mundial.

No, no cabe esperar problemas para la ratificación de los nuevos secretarios por el Congreso. Pero si la democracia estadounidense no está agonizando la situación debería dirigirse hacia una crisis constitucional o un impeachment del presidente. Simplemente porque es inmanejable el conflicto de intereses que confluyen en Trump, quien en varias llamadas telefónica con líderes de otros Estados ha demostrado francas dificultades para distinguir entre los intereses nacionales y los suyos. La opacidad de su enorme patrimonio, valorado en unos 14.000 millones de dólares según la revista Forbes, ha imposibilitado saber con precisión dónde tiene Trump su dinero, sus acciones y sus bienes raíces fuera de Estados Unidos. Con Tillerson, que es mucho más que un empleado en Exxon, ocurre exactamente lo mismo: sus intereses económicos en la Federación Rusa son un rumor creciente y no solo sus buenas relaciones con Vladimir Putin, quien lo ha condecorado. Putin jamás condecora a nadie con el que no trafique favores. Ante esto los demócratas, entre irritados y sobrecogidos, las fuerzas progresistas y los conservadores razonables deberían articular una coalición que impida que el Gobierno federal se transforme ya no en el consejo de administración de los intereses de las élites financieras y empresariales, sino en el consejo de administración de sí mismos. La disyuntiva será evidente muy pronto: o enterrar la democracia republicana o echar a Trump.