Era un día radiante. Fui a rezar a la Basílica de los Desamparados, a última hora de la mañana. A la salida, me encontré con el prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, recientemente fallecido. Fue en su última visita a Valencia, en abril de 2015, invitado por el Sr. Arzobispo, para impartir una conferencia sobre el beato Álvaro del Portillo y el decreto Presbyterorum Ordinis, un documento del Concilio Vaticano II en cuya redacción intervino activamente. Trata acerca de la vida y misión del sacerdote. El evento se había organizado precisamente con motivo del 50 aniversario de su publicación. Aproveché la ocasión para intercambiar unas palabras. Después de saludarle, inicié la conversación contándole que la tarde anterior había estado por la playa de la Malvarrosa; y rememoré la escena que san Josemaría Escrivá observa en uno de sus frecuentes viajes a Valencia, allá por los años 40 del siglo pasado; y que recoge en una de sus homilías, La grandeza de la vida corriente: "Un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos, nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba. Pensé en vosotros y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios". Es una descripción sorollesca. Al referir este suceso, me animó a encontrar a Dios en el trabajo, sacando de los acontecimientos ordinarios el sentido trascendente que las cosas cotidianas tienen para quien sabe mirar. Con cierto desparpajo le comenté que ya era la quinta o sexta vez que venía a Valencia, desde que fue nombrado prelado del Opus Dei; él, señalándome la catedral, me dijo: como el venerable Ridaura que, según cuentan de él, afirmaba, cuando, siendo ya anciano, le preguntaban cuántos años tenía: poquets. Pocas son las veces que he venido a Valencia, me hubiera gustado que hubieran sido muchas más, añadió. Y girándose hacia la basílica, me glosó: siempre que venía san Josemaría a Valencia, iba a rezar a la Virgen de los Desamparados. Y ponía bajo su protección a todas las personas que van o irán a verla, para susurrarle sus penas, entonces y a lo largo del tiempo. Imaginé que lógicamente él acababa de hacer lo mismo. Y pensé, verdaderamente esto es transversalidad.