Tras la Segunda Guerra mundial, los partidos socialdemócratas junto con los partidos conservadores europeos forjaron un modelo de estado de bienestar que los españoles envidiamos durante décadas a lo largo de la dictadura franquista. Con la llegada de la democracia a España, la UCD (1977 a 1982) y, sobre todo, el PSOE (1982 a 1996) fueron los que recibieron el encargo de los ciudadanos españoles de incorporar el modelo europeo de bienestar en España. Los conservadores españoles, agrupados primero en Alianza Popular y después en el Partido Popular, no se parecían y siguen diferenciándose de los partidos europeos conservadores, pues éstos siempre tuvieron los postulados del estado de bienestar entre sus prioridades, además de una concepción liberal de la sociedad que es ajena al PP.

El PSOE gobernó en España cuando se convirtió, desde la cúspide hacia abajo, en un partido socialdemócrata, y es el responsable desde 1982 (y aun antes, colaborando con la UCD) hasta 1996 de la construcción del Estado de bienestar español, edificado con la inestimable ayuda solidaria de la Unión Europea. Y la UCD y el PSOE son igualmente responsables de la expansión de los derechos fundamentales y las libertades públicas en España hasta niveles equiparables a las democracias más avanzadas. Lamentablemente, en 1996 la corrupción acabó con el gobierno del PSOE y el Partido Popular, alentado por los aires neoliberales, de los que fueron sus líderes, Reagan y Thatcher, no consolidó la obra del PSOE. Bien es cierto que el PP no se atrevió a desmontar el Estado de bienestar que heredó del PSOE, porque los votantes no se lo hubieran permitido, pero en el período 1996-2004 la política del PP consistió en reducir el gasto social, entendido en sentido amplio, es decir, supuso la primera fase de la reducción del estado de bienestar, reducción que tuvo lugar en un período de expansión económica. De nuevo, los conservadores españoles se alejaban del ideario de los partidos conservadores europeos. El PSOE, en el período 2004-2011, no alteró la herencia conservadora del PP en lo concerniente al estado de bienestar, y prefirió optar por una versión ineficiente de gobierno radical. Descuidó la economía hasta límites insospechados, y puso en bandeja el gobierno de España al PP, que sigue practicando la reducción del estado de bienestar pese a negarlo una y otra vez.

La socialdemocracia no tiene ya en España la gran misión de implantar un Estado de bienestar. Pero sí le corresponde preservar el estado de bienestar que tenemos, en un contexto poco propicio, sin permitir el deterioro que han practicado y que, de manera subrepticia, pretenden seguir practicando los conservadores españoles en la sanidad, la educación, las pensiones y los servicios sociales. Los derechos y libertades de los ciudadanos corren también peligro, y los socialdemócratas deben empeñarse en consolidarlos, y en consolidar los derechos fundamentales de cuarta generación.

Pero no es suficiente, frente a los conservadores españoles que siguen atrapados por tabúes que les inhabilitan como partido de progreso, que los socialdemócratas se presenten como los guardianes del Estado social y democrático de Derecho y del Estado de bienestar, aunque deben asumir dicha función. Es necesario ampliar el horizonte de la socialdemocracia. Algunos autores han escrito que ha pasado el tiempo de la socialdemocracia, porque su ideario forma parte de la moderna concepción de la sociedad que tienen los ciudadanos. Podríamos estar de acuerdo con esta concepción referida a la vieja socialdemocracia, pero no con el papel de la nueva socialdemocracia, pues son muchos los retos que nos aguardan, que difícilmente podrán afrontar los partidos conservadores españoles que, a diferencia de sus homónimos europeos, siempre han denostado el progreso, las innovaciones, los nuevos modelos de convivencia. Y tampoco pueden los conservadores afrontar los nuevos retos de los partidos populistas, que tienen una visión sesgada de la realidad, incapaz de abordar la totalidad, incapaces de gobernar para todos.

Los socialdemócratas en España han perdido cada vez más el favor de los votantes. La pérdida de más de seis millones de votos por el PSOE en los últimos años no es una casualidad. Los ciudadanos les consideran huérfanos de nuevas ideas; ideas capaces de generar la esperanza de los ciudadanos en una sociedad mejor, más avanzada y más abierta a la innovación. El PSOE se ha visto últimamente como un partido rancio, además de burocratizado. Ha reducido drásticamente su militancia a los que ocupan cargos políticos o partidarios y a su círculo de influencia familiar y personal, y ha rechazado la recepción de las nuevas corrientes progresistas que pasan por favorecer una sociedad más dinámica, más abierta y más global. No son conceptos fatuos, se trata de librarse del pelo de la dehesa que todavía se aprecia en algunos líderes socialistas, anclados en eslóganes que no son capaces de movilizar a los millones de españoles dispuestos a favorecer el progreso.

La socialdemocracia no debe intentar competir con los partidos populistas que tienen su clientela entre colectivos que sustancialmente son antisistema, ni con los partidos nacionalistas-independentistas, anclados en concepciones decimonónicas. La socialdemocracia, desde luego, tiene que seguir dando seguridad a los más jóvenes, a los más necesitados y a los pensionistas, garantizándoles que el estado de bienestar no se seguirá deteriorando. Pero, además, tiene que dar esperanza a los que quieren una sociedad más justa, más abierta, más avanzada: a los que quieren crear y distribuir riqueza y no pobreza. Particularmente, debe dirigirse a los jóvenes trabajadores por cuenta ajena y a los profesionales que no se contentan con que nuestra renta per cápita sea la número 20 del mundo, con que nuestra investigación no se encuentre a la cabeza de los países más desarrollados, con que la educación de los jóvenes no se encuentre al máximo nivel, o con que la corrupción no se erradique hasta niveles despreciables. Y para dar ese tipo de esperanza constructiva es necesario elaborar proyectos de gobierno consistentes, que reformen nuestra sociedad siguiendo el ejemplo de nuestros socios de la Unión Europea o emulándolos, pues tampoco ellos atan los perros con longanizas en estos tiempos.

La nueva socialdemocracia no debe renunciar a la igualdad formal y material de los españoles, pero no puede quedarse en ese nivel. Es necesario que se reinvente. Si no lo hace es probable que tengan razón los que piensan que la socialdemocracia ha cumplido ya su misión histórica, y que debe dejar paso a otros partidos políticos capaces de conectar con un mundo que se aleja vertiginosamente de los viejos parámetros en que se ha desenvuelto en las últimas décadas. La socialdemocracia española debe, también, tener un proyecto para Europa, venciendo la indolencia que les hace dependientes de los designios de los líderes alemanes y franceses. Y, desde luego, desde el proyecto europeo la socialdemocracia española debe tener un proyecto internacional junto con sus socios europeos.

Nuestro tiempo no es más complejo que otros anteriores, no supone más riesgos ni más amenazas. Cada tiempo tiene lo suyo, y debe tener los gobernantes que sepan dirigir a buen puerto a sus sociedades y eso es lo que esperamos de los políticos a los que hemos confiado una parte muy considerable de nuestras capacidades de decisión.